Es muy curioso el uso y costumbre mexicano que asocia al “noble oficio de la política” —como lo llama nuestro Jefe Máximo— al no menos noble oficio de mostrar la dentadura como condición para merecer cargo de elección popular.

En efecto, entre los abundantes políticos que conducen los destinos de la Patria (que es la Mejor del Mundo) hay la idea de que mostrar la multiforme dentadura propicia el voto; que los incisivos, caninos y premolares son como los actores de la telenovela democrática. El político puede ser un pillo o un inútil, un corrupto o un imbécil, pero su minuciosa, albeante dentadura lo exculpa de todo defecto. Durante tres meses habrá que ver millones de dientes en las caras obligatorias, ineludibles, de los candidatos: pósters, afiches, mantas y “espectaculares” que hacen del país una azotea llena de trapos percudidos.

Pasma la cantidad de dientes con los que los políticos se promocionan. De la noche a la mañana, a cada poste del barrio, a cada esquina, a cada trasero de camión, le brota la contundente dentadura del candidato caradura. Curiosa cosa, esto de lisonjear el voto popular colgando la propia cara de un poste (si además colgasen las cabezas quizás no habría tanto abstencionismo).

No entiendo por qué esta gente promociona sus dientes con los recursos de quienes los aborrecen. Es inevitable: cara es currículum. El político o la política mexicano (mexicana) promedio (no hay de otro) parte del principio de que la democracia consiste, a fin de cuentas, en que el pueblo elija entre una dentadura desbocada y una papada Photoshop.

No hay en este momento ningún sitio en el mundo en el que se exhiban en público tantos dientes al mismo tiempo como en México. Sólo en mi cuadra conté 180 dentaduras retacadas en seis candidatos y candidatas. La campaña electoral habrá mostrado al indeciso votante miles y miles de opciones masticatorias colgando de las leales encías que, a su vez, atascan los bofes que, a su vez, enmarcan las caras que a su vez cuelgan de los postes, los puentes y los árboles.

Por ejemplo, un candidato que defiende al Movimiento Ciudadano, un señor Máynez, muestra compulsivamente, de manera bochornosa, una amplia dentadura de caballo a la que, obviamente, ha nombrado su jefa de campaña. Su lema podría ser “Colgate y Soberanía”.

Todo el candidataje parece hallarse la mar de satisfecho con sus dentaduras. Unas perladas, otras caóticas, aquella que es hipócrita, ésta que es falsaria, la de allá pachanguera, la de acá draculesca. Pero o es una casualidad que todos posean dentaduras ciudadanas o —lo más probable— que la odontología nacional se ha cubierto de gloria.

En todo caso, las cascadas de dientes albos, bien formaditos, marchando como sargentos por los cuarteles de las bocas de los candidatos ¿servirán para maldita la cosa? ¿Habrá evidencia de que el espectáculo de las dentaduras altera perceptiblemente las tendencias electorales?

Me pregunto por qué no hubo siquiera un candidato, uno solo, al que no se le ocurrió que, para deveras llamar la atención, habría bastado con mostrar un diente roto, un gesto huraño, sin alarde dental, o una dentadura pútrida, sin cosmética, análoga a sus verdaderas convicciones. Habría sido más eficaz, además de más honesto y, desde luego, infinitamente más realista.

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