En una rijosa mañanera de la semana pasada, ante una reportera muy simpática que se llama Reina, nuestro Líder Supremo declaró que una de las razones por las que se declara “diferente” y autorizado para decir una y otra vez que “no somos iguales”, es que él, para hablarle al pueblo, emplea un lenguaje adecuado para la “gente sencilla y buena”.

La discusión se armó porque la reportera propuso que la frase “no somos iguales”, más que un slogan, debería ser “un imperativo de conducta”. Al Supremo Soberano no le gustó la idea, porque la frase “imperativo de conducta” está “muy difícil de comprender”. Lamentablemente no explicó qué parte de la frase es la difícil de comprender. ¿Cuál sería?, ¿“imperativo”?, ¿“de”?, o, acaso, ¿“conducta”? Un misterio que culminó con el Líder explicando: “Yo le hablo a... la... gente que le tiene confianza al Presidente y pues no ve bien esas cosas”.

En alguna otra ocasión ya había explicado el Líder Soberano: “Mañana voy a informar sobre los avances del gobierno, y con el mismo discurso, así como les estoy hablando ahorita, porque luego me critican que por qué digo ‘me canso ganso’ y cosas así. Pues porque así me entiende la gente y yo le hablo a la gente, al pueblo, no estoy en la academia.”

Así pues, este Líder, me temo, es de los que hacen la apología del habla popular por su “sencillez y su claridad”, que son los méritos del “lenguaje directo”. Una celebración de lo popular que está por encima de todas las complejidades, del rigor y de cualquier esfuerzo expresivo. Helo ahí: es un líder que admira la sencillez de quienes no quieren para México lo mejor, sino lo más mexicano.

Es la misma idea que reivindicaron los escritores y artistas nacionalistas mexicanos pasada la revolución y, desde luego, casi todos los políticos: hablar y escribir debe ser algo popular, sencillo y simple, porque imita el alma del pueblo, que también es popular, sencilla y simple.

Me recuerdan a La Luz del Mundo (LLDM), esa curiosa iglesia que cree que Jesucristo les habla en persona y les ordena odiar cualquier hermenéutica y actividad intelectual, diciendo: “La letra mata. Es el espíritu el que da sentido”, Ni los evangelios escapan de la categoría “letra muerta”: es más importante vivir el mensaje que opacarlo con la teología que nadie entiende.

Algo de ese rencor antiintelectual hay en el Alto Líder. Un lenguaje que no sea sencillito lo ha llevado a decir: “No queremos NADA del lenguaje tecnocrático, de la jeringonza de la tecnocracia, ya ven como nos invadieron con esos términos. Debemos hablar con claridad, con buen castellano, con buen español.”

Luego declaró estar escribiendo un “Diccionario del español neoliberal” para que lo entienda “la mayoría de la gente” (o sea, que según el Supremo, “la mayoría de la gente” es muy bruta) y que no pase por el bochorno de no entender palabras como “resiliencia”, “empatía” y “holístico” que él escuchó, escandalizado, en una reunión del G20.

Lo que recuerda a Evita Perón cuando dijo: “He de volver a hablar en el lenguaje del corazón que es el lenguaje del pueblo, olvidándose de los ritos excesivos y de las complicaciones teológicas también excesivas. Cuando al pueblo se le habla con sencillez y con amor... el pueblo capta la verdad que se le ofrece. Y con más fe todavía si se le predica con el ejemplo.” Algo parecido a lo que decretó la izquierda de Ramonet sobre AMLO: “habla con mucha claridad, mucha sencillez, una extraordinaria honestidad intelectual que trasciende de su manera de expresarse.”

Pusí.

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