Agredido en el lecho por el cuerpo petulante, observé en la tele, entre películas longevas, el curioso espectáculo en que el Jefe Supremo de la patria convierte sus fines de semana: un exceso de trabajo, representación de su legendaria voluntad laboral, siempre que haya una tele enfrente. Así, el sábado se exhibió inaugurando un bachillerato con especialidad en boxeo; en la tarde continuó desmantelando al incómodo poder judicial; el domingo inauguró una carretera artesanal; luego se fue a ver su trenecito y finalmente se mostró jugando beisbol con algún superstar selecto. Qué curioso es.

El narcisismo como una alteración de la personalidad le ha sido diagnosticado, casi como una condición sine qua non, a no pocos mandamases e, invariablemente, a los dictadores plenipotenciarios (o a quienes aspiran a serlo). Abunda la literatura lega y profana sobre ese narcicismo que, debidamente cuadriculado con otras repulsiones retorcidas, palpitó en el subsuelo mental de Hitler y Stalin, de Mao y Hussein, de Chávez o de Fidel, de los duplicados Kims, y de una por desgracia larga lista de tipos o tipas que optaron por devenir padres de sus patrias (o madres, como la babeante Evita, o la espeluznante Rosario Murillo).

Alguna vez supuse que tal narcisismo suele recostarse sobre la convicción, crónicamente asumida por tales criaturas, de que sus patrias respectivas han encarnado en ellos. Ante una usurpación así, cualquier adarme de duda, cualquier remanente de objetividad, produce una angustia que sólo se ve aplacada por la veneración multitudinaria, la loa estrepitosa y la salivación popular. Manifestarse sin cesar ante los súbditos y menear la manita para agradecer los alaridos de adoración; convertirse en un sujeto mirado/deseado/temido por millares, evapora esa duda y sacia el deleite supremo: el de amarse a sí mismo por interpósita multitud. Lo malo es que dura poco, lo que la mañanera, la manifestación o el desfile; lo bueno es que siempre, mañana, abrá otra mañanera.

Al actual Jefe Supremo le gusta el narcisismo en salsita, con chile, tomate y cebolla. Y, como explicó Jorge Hernández Campos, exhibirse ante la multitud gritando “¡Viva México!” tres veces seguidas para dejar en claro una sola verdad, “¡Viva yo!”, mientras suelta su “torrentre beodo de vida”.

A todos los políticos nacionales, en mayor o menor grado ahogados en ese “torrente beodo”, les da por el mismo narcisismo: a todos les da por retratarse y exhibirse; a todos por envolverse en palacios de paspartú, saturados de diamantes y espejos; a todos por medir la velocidad con que cualquier gesto, por diminuto que sea, se convierte en un hecho histórico.

No son escasas las muestras que el Jefe Supremo da de su narcisismo, clásicamente clínico: su fascinación pueril con el beisbol y los trenecitos; sus pequeñas pataletas temperamentales, la predecible fantasía de que será tan famoso que ni las calles y ciudades van a llevar su nombre, tan modesto.

Junto al combate que el sujeto está a punto de declarar contra lo poco que queda de sensatez en la patria, estará llevándose a cabo otro no menos terrible: el que libra en secreto contra su psique achacosa, uno que puede graduarlo a narcisista malo en un minuto. Ahí, en el campo de guerra de sus complejos, activará su insaciable avidez de ser la versión 2 de don Benito; su fama, su odio a la crítica y al antagonismo y su satisfacción por los adversarios inermes…

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