Se han vertido diversas opiniones sobre la consulta del 1º de agosto, extraña prenda de nuestra democracia y mascarón de proa del Santo Oficio instalado en pleno siglo XXI. Los optimistas promotores del auto de fe —un linchamiento público— esperaban que la concurrencia a las mesas de la consulta alcanzara el cuarenta por ciento del padrón electoral. No fue así. La votación fue magra, desvaída. No acreditó, ni remotamente, el favor popular que aguardaron quienes (o quien) pusieron en marcha este proceso inquisitivo contra los “actores políticos del pasado”. Con fastidio y lejanía, la nación vio pasar la consulta.
El Ejecutivo Federal, gran inquisidor, encendió la mecha desde la campaña electoral de 2018. Y prosiguió, en medio de contradicciones, a partir de la toma de posesión como Jefe del Estado mexicano, posición que requiere mucho más que destreza inquisitorial. Sea lo que fuere, el proceso inició preguntando al pueblo si se debería aplicar la ley a ciertos infractores. ¡Extraña pregunta en un Estado de Derecho! Luego vinieron los foros de la Suprema Corte (que reformuló la pregunta propuesta por el Ejecutivo) y del Congreso. Y después el procedimiento desarrollado por el INE, que actuó con ejemplar eficacia dentro de las circunstancias y con los recursos disponibles. El promotor, en vena inquisitorial, alteró la pregunta autorizada por la Suprema Corte, volvió a la suya y animó con ahínco la participación popular. Se sumaron otros promotores, de identidad cierta o incierta. Finalmente llegó el sufragio popular en las circunstancias que conocemos: 7 por ciento —¡ni remotamente 40!— del padrón electoral.
Bien que se diga que ha triunfado la democracia, aunque extraña que lo diga quien debiera guardar silencio o confesar derrota. Pero es verdad que la democracia triunfó al rechazar, por caudalosa abstención, el proceso vindicativo del Santo Oficio, montado para atribuir al pasado los problemas del presente y oscurecer las soluciones del porvenir, que siguen pendientes. Lástima que la primera puesta en escena de la consulta pública constitucional se haya originado y transitado como ocurrió. Ensombrecimos un recurso de la democracia participativa, que debió tener mejor origen, desarrollo y destino.
Ahora sigue lo que vimos aparecer en el horizonte sombrío del proceso de consulta. Por una parte, la insistencia en elevar hogueras inquisitoriales, que distraigan al pueblo de las duras condiciones en que se desenvuelve su vida. Y por otra, la asignación de responsabilidad por el paso en falso, que dará lugar a otro tumbo del Santo Oficio. Éste prepara el nuevo foro purgatorio construido para que ardan el Instituto Nacional Electoral y quienes lo dirigen. Habrá más animación autoritaria con este objetivo, obsesivamente acariciado. De tal suerte, el naufragio de la consulta se traduciría en colapso de instituciones democráticas, que estorban al poder omnímodo y a su turbio proyecto de nación.
Lo que ahora necesitamos es una renovada animación democrática, en la que participen la sociedad civil —numerosa y reflexiva, que no mordió el anzuelo de la consulta— y las organizaciones políticas que han formado un frente de resistencia contra las ocurrencias y los desvaríos; frente al que esas organizaciones deben ser leales y en el que deben probar su convicción y su eficacia. De esta reanimación, gobernada por la lucidez y abastecida por una estrategia puntual, dependerá el acierto de los siguientes pasos hacia la reconstrucción de la democracia. Ésta no será la obra del Santo Oficio ni derivará de la siembra de encono que distraiga y disperse a la sociedad.