Es verdad que la práctica de nombrar embajadores políticos no es nueva ni exclusiva de este gobierno y es una facultad constitucional del presidente de la República. Sin embargo, los gobiernos anteriores, independientemente de su origen, se limitaron históricamente a una proporción de alrededor de un tercio de las titularidades y procuraron un sano balance intraregional o entre las embajadas de mayor peso. Con el último paquete de nombramientos, esto ya no es el caso: la mitad de Sudamérica , todo Centroamérica , las principales capitales europeas, con excepción de Roma , son designaciones políticas, por ejemplo.

Por otra parte, los gobiernos anteriores se cuidaron de designar individuos que, en su abrumadora mayoría, gozaban de buena reputación y contaban con una amplia trayectoria en el sector público, aun cuando carecieran de experiencia diplomática. Como resultado, salvo algunas contadas excepciones, tuvieron una gestión exitosa, hicieron contribuciones significativas a la relación con el país en el que fueron acreditados y enriquecieron al Servicio Exterior Mexicano ( SEM ) con su propia experiencia. Es el caso, por ejemplo, de Santiago Oñate y Jesús Reyes Heroles, de quienes aprendí mucho y tuve el privilegio de colaborar antes de que yo mismo fuera embajador. No parece ser el caso de varios de los últimos nombramientos y algunos de los anteriores.

También es verdad que no es la primera ocasión en que una solicitud de beneplácito para un embajador de México no es concedida. He podido identificar que, en más de medio siglo, solo tres solicitudes de beneplácito fueron denegadas, pero cada caso fue tratado con la mayor discreción y la decisión no se hizo pública porque no fue necesario. El caso de Pedro Salmerón es distinto. Si bien no consta que Panamá haya negado el beneplácito, es evidente que no lo ha concedido tampoco. El tono sombrío y el lenguaje corporal de la Canciller panameña, así como las reacciones del lado mexicano y las contradicciones en torno a la presentación de la solicitud de beneplácito, no auguran nada bueno para el historiador. Aún si Salmerón lograra tomar posesión del encargo, lo haría a costa de infligir un serio daño a la relación bilateral y con la seguridad de ser un embajador marginado por el gobierno panameño y aislado por sus colegas. La saga ha sido, desde el principio, vergonzosa y a plena luz del día, de conocimiento público y, como tal, no tiene precedente en la historia diplomática de México.

Aunque se traten de encontrar muchas explicaciones o se construyan teorías de conspiración, la única razón detrás de este desaguisado es que México ya no observa la práctica de no hacer públicos los nombramientos de embajadores hasta no recibir el beneplácito correspondiente. Y es que no se trata de una costumbre acartonada o pasada de moda, sino de la expresión práctica del artículo 4 de la Convención de Viena de Relaciones Diplomáticas, un acto de cortesía para evitar que el país receptor sea sujeto a presiones (como fue el caso de España ) y un mecanismo para proteger al país acreditante (en este caso, México) de ser exhibido públicamente por la decisión del receptor.

Por las razones que fueran, el Canciller Ebrard había logrado proteger al SEM de los embates que hemos observado en otras dependencias gubernamentales. Para ello, asignó la mayoría de las titularidades de embajadas y consulados a profesionales de carrera y, cuando ello no fue posible, prefirió dejar vacantes en capitales importantes antes que abrir espacios para designaciones políticas de individuos poco calificados o con lealtades a otros personajes. Esta estrategia parece haberse agotado. Si bien la crisis actual tiene como antecedente algunos nombramientos que habían sido ampliamente criticados, ahora queda claro que no fueron casos aislados sino tan solo el preludio de lo que vendría. No es que el presidente haya desarrollado repentinamente un interés por la política exterior, sino que ha descubierto lo mismo una efectiva arma política que un espacio muy cómodo para premiar o proteger a leales y amigos, rompiendo así una promesa de campaña. Su desdén por las instituciones y su desconfianza de los expertos alcanzó finalmente al SEM.

Diplomático de carrera por 30 años, ex-embajador en ONU-Ginebra, OEA y Países Bajos.

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