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Escuintla, Guatemala.— Las botas de decenas de rescatistas han quedado inservibles. El calor de la tierra que aún inunda a El Rodeo —que era una localidad del departamento de Escuintla— las desgasta en una sola jornada de búsqueda. Esta es una de las comunidades más afectadas por la erupción, el pasado domingo, del Volcán de Fuego.
Han pasado más de 96 horas desde que ocurrió la tragedia y hay quienes ya perdieron hasta tres pares de botas. Ayer, las autoridades guatemaltecas informaron la suspensión de las labores de rescate, lo que no impidió que familiares, sin equipo ni protección, se sumaran a la búsqueda de víctimas.
Algunos rescatistas trabajaron más de tres días continuos, muchos estaban activos desde el viernes, cubriendo otros llamados. El domingo debían descansar pero la emergencia lo impidió.
Las ojeras enmarcan sus miradas deseosas de hallar vida o cuerpos de entre las rocas y cenizas. Temen no poder recuperar todos los cuerpos que pudieran estar enterrados debido a la extensión del poblado.
Rescatistas de luto. A más de 19 kilómetros de distancia, en Alotenango, la situación también es crítica. Ahí los cuerpos de emergencia están de luto. La furia del volcán les arrebató las vidas de dos compañeros que se desempeñaban en la 55 Compañía de Bomberos de esta localidad, integrada por dos elementos permanentes y 18 voluntarios, quienes no reciben salario ni cuentan con equipo de trabajo.
Antonio Castillo Santos y Juan Bajxac fallecieron juntos cuando hacían trabajo de evacuación en la comunidad Las Lajas, otra de las que fueron arrasadas por el flujo piroclástico que lanzó el volcán.
El sábado, un día antes de la erupción, ambos escalaron el volcán Acatenango en busca de un alpinista reportado como desaparecido; sin embargo no tuvieron éxito.
Ese día, Castillo Santos cumplía 32 años y no pudo festejarlo con su esposa, Gloria Noemí Cojolom, su hijo de cuatro años y sus padres, José Augusto Castillo y Luz Santo. Prometió a su familia que el domingo estarían juntos.
José Augusto recuerda que cuando su hijo tenía 10 años le enseñó el oficio de la jardinería, trabajo que actualmente ejercía; sin embargo, su pasión era ser bombero-socorrista, a lo que su padre se oponía.
“Un día regreso yo de trabajar y me entero de que Antonio se había ido a inscribir a la escuela para ser bombero-socorrista al municipio de Chimaltenango”, relata.
Gloria, quien tiene un embarazo de alto riesgo de cuatro meses, recuerda que el domingo su marido recibió una llamada y sólo le dijo que debía irse para apoyar en la zona de desastre.
“Siempre le decía cosas cuando se iba, pero ese día sólo lo miré y le dije: ‘Se va con cuidado’. Me preguntó si me sentía bien y le dije que sí, a pesar de que no era cierto; debí decirle la verdad para que no se fuera”, lamenta la ahora viuda.
Señala que a las 14:30 horas recibió una llamada de Antonio en la que le pedía que le avisara a su mamá que en el lugar donde se encontraba su padre no había peligro y que él estaba bien. Fue hasta la noche cuando se enteró que su esposo y su compañero se encontraban desaparecidos.
Gloria cuenta que su esposo dejó una carta para su hijo y otra para ella; las escribió el 25 de febrero de 2016 y sólo debían abrirlas en caso de que él falleciera. “Decía que fuéramos felices, ya que él lo sería donde estuviera”.
Juan Antonio Marroquín, uno de los compañeros de Antonio, explica que como voluntarios tienen que comprar su propio equipo: casco, chaquetón, braceras, rodilleras y botas especiales, con un costo de aproximadamente mil quetzales, que equivalen a más de dos mil pesos.
En otro extremo de esta localidad, en la calle Chente Marroquín, en una vivienda de lámina, María Genera Charal está sentada frente a un altar adornado con carros de bomberos de juguete, una imagen de la Virgen de Guadalupe y fotos de Juan Bajxac, con quien estuvo casada durante casi 15 años.
“Para nosotros mi esposo es un héroe, él murió haciendo lo que le gustaba, salvar personas”, dice sin soltar el pañuelo blanco que le sirve cuando llegan las lágrimas.
Juan era bombero-socorrista de Primera Clase, técnico en urgencias médicas, asistente en primeros auxilios y perteneciente a la Brigada Especial de Rescate.
Su padre, Simeón Bajxac Rodrigo, dice que desde pequeño su hijo soñó con ser bombero y aunque estudió el bachiller en Ciencias y Letras finalmente terminó trabajando en la 55 Compañía por 22 años, con un sueldo de 2 mil 500 quetzales, unos 6 mil pesos mensuales.
“No me gustaba ese trabajo por el peligro, yo siempre se lo decía, pero él de niño soñaba con ser bombero”, recuerda con tristeza Simeón.
Tanto Antonio como Juan murieron tratando de salvar vidas, en el cumplimiento del deber.