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Villa de Allende, Méx.— En Villa de Allende, la mayoría de las mujeres deben caminar como mínimo cinco kilómetros de distancia para lavar su ropa en lavaderos de cemento construidos por los hombres de la comunidad. Ahí no hay agua potable y deben pedir pipas. Han heredado hasta por cinco generaciones esta actividad, sólo que anteriormente iban a la orilla de ríos y lagos que ahora están secos.

Paradójicamente, las comunidades como Manzana de Zacatonal, Taborda, Sección Guadalupe, La Piedra y Dolores Vaquerías, ubicadas en los municipios de Villa de Allende, Villa Victoria y San José del Rincón, que padecen escasez, están rodeadas de agua que se dirige a la Ciudad de México a través del Sistema Cutzamala. De esta región procede 25% del recurso para nueve delegaciones y 13 municipios del Estado de México, con 19 mil litros de agua por segundo.

En las inmediaciones de Villa de Allende hay siete presas: Tuxpan y El bosque en Michoacán, Colorines, Ixtapan del Oro, Valle de Bravo, Villa Victoria y Chilesdo, la mayoría afectadas por extracción del recurso, pero no para habitantes de la región mexiquense. Entre las mujeres y hombres de estos municipios contratan pipas que cuestan a la semana hasta mil 500 pesos porque así como ocurre en su casa, en esos lavaderos tampoco hay agua. Es sólo que llegan con mayor facilidad las unidades para descargar el agua y tienen la facilidad de que el agua sucia, con jabón, llegue a una laguna donde otro grupo de mujeres lava su ropa.

La mayoría carga en su espalda a uno o dos hijos como mínimo durante el recorrido, además de las bolsas con ropa sucia de por lo menos 10 integrantes de dos familias que habitan en sus casas.

Si acaso son sólo dos, porque la mayoría son pobres o marginales y viven en hacinamiento, conviven con cuñados, hermanos o hermanas y sobrinos en casas pequeñas, donde el baño es una letrina.

Paradójicamente, los 50 mil habitantes de esta localidad del Estado de México están obligados a transitar por campos secos, antes de cultivo para realizar una actividad que parece básica en cualquier familia: lavar su ropa.

La mayoría son mujeres que se dedican al trabajo doméstico, casi todas con tres o cuatro hijos, familias que hasta hace una década se dedicaban al cultivo de las parcelas de maíz, pero que a raíz de la extracción de agua de los cuerpos aledaños a su comunidad, tuvieron que abandonarlo porque se secaron las tierras.

“Lo que ahora hacemos es irnos para el extranjero para buscar salir adelante. Nunca he lavado en mi casa. Estos lavaderos los construyeron los hombres y algunas venimos dos o tres veces a la semana pagamos pipas que nos cuestan al menos mil pesos, en promedio, por tres días a la semana”, platicó Ernestina, una de las lavanderas.

Es un gasto que calificó como doloroso para su familia, porque ese dinero podría invertirlo en la educación, ropa, juguetes o alimentación de sus hijos, pero que no puede dejar de gastar.

Mientras camina de regreso a casa con los bultos de ropa, platicó que desde niña es trabajadora doméstica; actualmente vive con su marido, tres hijos, sus suegros, tres sobrinos, su cuñada y otro cuñado más joven, de 20 años y aún soltero.

Los niños en su mayoría son de primaria y secundaria, “pero no se crea, hemos educado buenos alumnos, ninguno nos ha salido con que van a dejar la escuela, porque están viendo que es la forma de sacar adelante a todos los otros. Sobre todo porque tenemos familia que se fue al otro lado [a Estados Unidos], y pues dicen que allá a los que estudian les está yendo mejor”, narró.

Para lavar la ropa de una semana, se turnan en casa de Ernestina, depende de los días que van a ir a trabajar a las casas, lo que sí deben hacer a diario es acarrear agua, botes con algunos litros para la letrina, otros para lavar trastes y algunos más para bañarse.

“No es fácil, por ejemplo, ninguna en la casa tiene un apoyo del gobierno. Becas o dinero, eso no llegan a todos aquí, no sabemos cómo se obtienen; sin embargo, sí tenemos que trabajar para poder salir adelante”, contó.

Mientras arrulla a su hija más pequeña, de apenas dos años, dijo que no participa en las protestas que actualmente retomó su comunidad para exigir la dotación del servicio, porque tiene apenas 23 años y desconoce cómo era hace 13, cuando las mujeres mazahuas comenzaron con la lucha por este derecho.

“Lo que sí puedo decir es que no es sencillo, una vez me llevaron a trabajar a una casa en la ciudad, por Toluca, ahí había muchos baños y de la llave salía el agua, nadie tenía que caminar tanto y cargar lo que nosotras. Eso sí quisiera que vieran mis hijos”, dijo.

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