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Bernardino Hernández lleva en su auto a dos reporteros de The Washington Post a quienes les da un tour por Acapulco. En la colonia Zapata, dos camionetas los rebasan.
El fotoperiodista se detiene a orilla del camino. Desde ahí ven la escena: hombres bajan de las camionetas, sacan a dos tripulantes de un vehículo compacto al que le cerraron el paso, los amagan con sus rifles y se los llevan. Otro se queda tirado en el pavimento, desangrándose de un golpe en la cabeza.
Los periodistas se quedan turbados, con miedo de que los armados los hayan visto y regresen por ellos. Bernardino les dice que nada pasará y que, al contrario: tuvieron suerte de ver lo que vieron esa tarde de agosto.
En Acapulco sobran historias de violencia, tiene un estatus como una de las ciudades más inseguras del país. Los periodistas que las cubren son cazadores y guías de estas escenas.
Bernardino Hernández es un fotoperiodista que vive en Acapulco y ha trabajado los últimos 10 años el tema de la violencia. Conoce los rincones conflictivos del puerto: Renacimiento y Coloso, Zapata y Simón Bolívar. Los tours los divide en dos rutas, en los dos bloques en que dividió la zona suburbana de Acapulco: “Yo les pregunto: ¿qué quieres ver?”.
Es colaborador de las agencias Cuartoscuro, Proceso y Associated Press. De unos cuatro años para acá combina el oficio con el de fixer, una especie de facilitador de información a otros periodistas. Es protagonista de varias crónicas en la prensa mexicana y autor de exposiciones en festivales internacionales de fotografía.
El puerto mantiene a los medios interesados en su violencia. “Es lo que más me compran”, dice Bernardino.
A estas alturas, después de una década de inseguridad, los medios aumentaron los criterios para publicarle a los periodistas la violencia. A una fotoperiodista que colabora con una agencia internacional no le compran material si la cifra de asesinados en Acapulco es menor a cinco. De lo contrario, el crimen debe ser de alguien muy conocido o mínimo, ocurrido en la costera Miguel Alemán.
Javier Trujillo, otro reportero del puerto, no cubre un crimen si el saldo es menor a tres. Sus últimas notas son conteos de personas asesinadas durante el día y cada cuántas horas las matan: “Al principio, todo era noticia”.
La rentabilidad de la violencia es un aspecto que también valoraron los medios locales. El periódico Novedades de Acapulco movió en 2013 la sección policiaca, que permanecía en las páginas traseras, a la segunda posición de importancia. Las modificaciones, según ex colaboradores, se basaron en unas encuestas que aplicaron los repartidores del periódico a suscriptores, quienes pedían las balaceras y los muertos en las primeras páginas.
A Bernardino le hizo saber esta prioridad el dueño de otro periódico local cuando le cobró sus fotos del mes. “¡Pinches fotos pendejas!”, le gritó. Al fotoperiodista no le quitan de la cabeza que lo ofendió porque sus fotografías no eran sangrientas.
Violencia, fuente de contenidos
La violencia se convirtió en una fuente de contenidos para los medios de comunicación y de riesgo para los reporteros. Guerrero es de los cuatro estados más peligrosos de México para el periodismo, según Reporteros sin Fronteras. Hasta agosto de 2017 se registraron en el estado mil 643 homicidios dolosos; siete personas asesinadas por día en promedio. La prensa no se salva: en 20 años mataron a 12 periodistas, el último ocurrió este año. Dos están desaparecidos y uno exiliado, según la Asociación de Periodistas del Estado de Guerrero (APEG). En 2017 están documentadas 23 agresiones en contra de 32 periodistas, 17 de ellas vienen de servidores públicos: guaruras, policías estatales, federales, jefes de áreas, alcaldes, delegados federales, magistrados y hasta el gobernador.
El periodista en Guerrero hace su labor en medio de 29 grupos de civiles armados, entre bandas de delincuentes y autodefensas, de acuerdo con informes de Seguridad Pública.
Este escenario ha reducido la libertad para ejercer el periodismo: unos dejan de publicar temas de violencia y otros abandonan zonas por el temor de ser atacados.
Martín Méndez Pineda, un reportero de 26 años, que salió huyendo de la muerte y entró al infierno, estuvo 100 días detenido en una oficina del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, en Estados Unidos. Llegó a ese país después que en Acapulco la Gendarmería lo acosara durante meses tras cubrir un choque donde participaron los agentes.
Pero no sólo cubrir violencia genera riesgos a los periodistas, también exhibir a los que ostentan el poder: José Nava Mosso, director de la Agencia de Noticias Guerrero (ANG), está denunciado por el magistrado del Tribunal Electoral del Estado de Guerrero, Emiliano Lozano Cruz, quien le reclama el pago de 16 millones de pesos por presunto daño moral, luego que difundió —como otros medios—, un video donde aparece orinando en la calle.
El reportero en Guerrero siempre está en medio del acoso de los gobernantes y de los criminales, pero hay zonas donde el control es aún más rígido.
Mensajeros del crimen
“¿Ahora sí lo ven?”, decía el letrero acompañado de tres cuerpos que dejó un grupo criminal en la puerta de un periódico de Ciudad Altamirano. Era una tarde de junio de 2009 y en los nueve municipios de la Tierra Caliente se vivían uno de los momentos más álgidos de la disputa entre las bandas: muertos, decapitados, balaceras, secuestros.
Días atrás, los delincuentes habían cambiado su forma de comunicarse. Después de un crimen, sobre un cuerpo o en algún puente dejaban un mensaje y decidieron que los transmisores serían los reporteros.
Llamaban para avisarles dónde dejarían los muertos y los mensajes. Los reporteros acudían a los lugares. Después vino la molestia del grupo contrario y pidió lo mismo: que se publicaran sus recados.
Los reporteros cayeron en un espiral peligroso: los grupos pidieron exclusividad. Se reunieron y tomaron dos medidas: llegar tarde o no ir a los hechos de violencia y pedirle a los policías que recogieran los letreros.
Las llamadas no pararon, ahora en tono de reclamo: “¿Por qué no se publicó el mensaje?”. Los reporteros pusieron infinidad de excusas. No les creyeron y una tarde dejaron el mensaje y los cuerpos. El escrito era para todos los reporteros; aun así se mantuvieron firmes, como ahora lo recuerdan.
Hacer periodismo en Tierra Caliente es estar en el filo de la navaja, resume Israel Flores, reportero que se ha mantenido al pie de la información durante el deterioro de la región.
Ahora la violencia disminuyó, pero entró a la etapa del control: ahí nada se decide sin la intervención de las bandas.
El mayor control está en el comercio. Los criminales imponen proveedores, precios, la distribución y además los extorsionan, como cuentan los locatarios. Nadie se sale de este acuerdo, ni puede alterarlo.
Un reportero, quien no quiso dar su nombre, cuenta un episodio: un día un periódico publicó una nota denunciando el aumento del agua embotellada sin autorización oficial. El incremento lo había impuesto el crimen. El comerciante se quejó y una de las bandas llamó por teléfono al reportero para exigirle que no volviera a publicar una nota que estorbara en sus negocios.
Israel explica que en la región el margen para informar cada vez es más reducido. Los reporteros tienen claro que hay lugares donde no deben entrar, nombres que no deben nombrar y temas que no deben seguir.
Se debe ser meticuloso al escribir, por sobrevivencia. El reportero siempre lleva la de perder. Una nota puede gustar a una banda, pero molestar a las otras tres. El julio pasado, los reporteros de la región fueron al festejo del Día de la Libertad de Expresión que organizó el ayuntamiento de Arcelia. El alcalde llegó, se disculpó y dijo que tenía que irse porque al día siguiente tenía una reunión en Chilpancingo. Explicó que haría un recorrido más largo, no podía pasar por Teloloapan: el grupo de autodefensas que opera ahí lo amenazó. Los reporteros se apresuraron para entrevistarlo. La nota salió al otro día en tres periódicos. Días después, en las redes sociales se difundió parte de la nota, pero alterada. Le agregaron un párrafo que decía que los reporteros participaron con el alcalde en una reunión con líderes de una banda que disputa el control de Arcelia y Teloloapan con las autodefensas.