Más Información
qhacer@eluniversal.com.mx
El filósofo Ludwig Wittgenstein planteó una teoría de la significación basándose en el lenguaje, y en la figura lógica del mismo, o sea el pensamiento. Si puede pensarse, existe. Así se crea lo real, lo posible. Esto fue una de las ideas centrales en varias novelas de Philip K. Dick (1928-1982). Entre ellas destaca ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (publicada en 1968).
Aquí anuncia las bases de la posmodernidad y hace una crítica al fracaso de la razón y el progreso.
Dicha novela se convirtió en Blade Runner (1982), entonces apenas tercer largometraje de Ridley Scott: el primer gran clásico del cine posmoderno.
Gracias al uso del lenguaje, Deckard (Harrison Ford) tenía un pensamiento claro, con el que revelaba la vacua vitalidad de los replicantes —o androides—, destinados al fracaso en su búsqueda de una utopía. Porque lo asequible era la distopía de vivir sin recuerdos y en conflicto ante su ineludible existencia con fecha de caducidad.
El tema del lenguaje y el pensamiento paranoico expresado por Dick en su novela tuvo en Blade Runner una equivalencia en imágenes: un futuro postapocalíptico lleno de luces de neón, contaminación y violencia; qué es real y qué falso en un duro realismo sintético, virtual.
Lo genial de la adaptación hecha por Hampton Fancher fue que encontró imágenes, un drama en la narrativa especulativa de Dick; y Scott representó en la mirada de algunos personajes (un búho y un replicante, que según la iluminación se veían sin vida: como esos ojos rojos que el flash produce en las fotos), la crítica a la vida artificial que convive en sincronía con lo real.
De nuevo, en apenas su cuarto guión para largometraje en 35 años, Fancher (junto con Michael Green), retoma la historia mostrando cuán inexpresivo es el futuro a través de los ojos en Niander Wallace (Jared Leto), personaje que simboliza la nueva distopía entre violenta y sensual. Pero la lógica del pensamiento sigue en la indagación de la realidad que hace K (Ryan Gosling, entre la incertidumbre angustiante y la urgencia de entender la diferencia entre existencia y esencia).
Se trata de Blade Runner 2049 (2017), noveno largometraje de Denis Villeneuve, ciencia ficción pop donde Deckard resurge como residuo de lo contemporáneo en una sociedad al borde del inminente caos.
El conflicto ya no es de pensamiento articulado sino de simple memoria en la vida sintética que Villeneuve muestra como representación del mundo actual. Su filme es más filosófico que cienciaficcional. El resultado impresiona.
Villeneuve encuentra exacta equivalencia cinematográfica a las ideas de Dick que Fancher anota en el guión. Es algo pues que hay que ver para creer: todo lo visual del filme es espectacular (brillantísima foto de Roger Deakins) y es una reflexión sobre lo diverso, y lo ecléctico que es el conflicto con la falaz posmodernidad líquida —porque exalta lo efímero posthumano, y la sospecha de K ante la ideología moral de Wallace. La filosofía basada en la lógica y el lenguaje con que hacía sus pruebas Deckard para identificar replicantes y diferenciarlos de los humanos, ya no existe. Sólo queda la absoluta desazón existencialista.
Villeneuve sabiamente dosifica en Blade Runner 2049 lo trascendente del argumento, sobre la pérdida de humanidad, con entretenimiento puro. Esta secuela, inesperadamente notable, es profunda sin ser pretenciosa y definitivamente emociona; logró lo imposible: basado en una obra maestra, hizo otra. Un genuino prodigio que parecía extinto en el cine.