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El primer ministro de Japón, Shinzo Abe, inclinó el torso hacia el presidente electo de los U.S.A., luego hacia su hija Ivanka, por fin hacia su yerno Jared. Los cuatro tomaron asiento en los sillones tapizados en tela dorada, en el salón de tapete dorado, bajo la lámpara de cristales dorados. Entonces Trump repitió la amenaza que había proferido varias veces en su campaña electoral:
—Si Japón quiere que lo sigamos protegiendo con nuestros marinos, tendrán que pagarnos, y caro.
Las decenas de miles de asistentes de aquellos mítines, todos blancos, todos analfabetos en la Historia Mundial, habían respondido levantando los puños cerrados:
—¡U.S.A.!, ¡U.S.A.!
Así que Shinzo Abe escuchó sin inmutarse cómo el señor del pelo pintado de dorado repetía la amenaza, y le ponía como precio a los marinos americanos la friolera de tres billones de dólares anuales.
El judo es el arte de combatir con el mínimo esfuerzo y la máxima eficacia. Gana quién coloca al otro combatiente de espaldas contra el piso, y para ello existen dos tácticas. En la directa, o burda, el judoca aferra al adversario por las solapas, y lo tumba. En la táctica indirecta, y de mayor arte, el judoca espera, se escabulle, y espera más, y de pronto aprovecha el impulso del embate del adversario, para girarlo de dirección, y lograr que termine con la espalda al piso.
Si Abe no fuese él mismo un judoca, probablemente hubiese respondido a la amenaza de Trump dándole una lección de Historia. El tratado de seguridad entre ambos países no era un regalo de los U.S.A. a Japón, era un castigo. Por haberse aliado con los nazis en el intento de conquistar al mundo, y específicamente por haber volado en mil pedazos la flota americana en el puerto de Pearl Harbor, a Japón se le había prohibido tener un ejército propio o bombas nucleares, y los marinos americanos se habían instalado en sus costas, para desde ahí controlar el Oriente y detener la codicia del gigante comunista chino.
Pero Abe era un judoca, y estaba ante Trump no para darle una lección de Historia, sino para tumbarlo de espaldas al piso en el presente, así que hizo gala de humildad.
—Es justo lo que pide, señor presidente electo —empezó, la cara hacia el tapete. —Sin embargo, debo confesarle que somos un país muy pobre.
Trump sonrió satisfecho. ¿Así que era tan difícil gobernar al mundo? Había tenido razón cuando predijo que ante una actitud dura, cualquier país se humillaría ante los U.S.A.
—No podemos pagarle —lloriqueó Abe. —Tampoco queremos discutirle su sabia y justa decisión. Tendremos que renunciar a los maravillosos marinos americanos, y como usted ha indicado, formar nuestro propio ejército, y tal vez hacernos de unas dos o tres bombas nucleares.
Así fue como cambió repentinamente la geopolítica en Oriente. Al año siguiente, los marinos americanos abandonaron Japón entre los vítores con que los nipones despidieron a sus invasores de 80 años; Japón se armó nuevamente y adquirió poder atómico; los U.S.A. perdieron su control en la región; y a Shinto Abe se le construyó un monumento en el centro de Kyoto, donde aparece vestido como judoca.
La placa de oro a sus pies tiene ésta misteriosa sentencia. “Nunca hubo un combate de judo mejor ganado: con tal discreción, con tal ahorro de esfuerzo, y con tal elegancia, que ni siquiera el otro judoca se percató de haber perdido, hasta años después.”