En la calurosa sala de sesiones del Comité Ejecutivo Nacional de Morena, a decir: la sala del departamento de Copilco de su líder moral, el mismísimo Andrés Manuel López Obrador ocupó su sillón acostumbrado entre los representantes de su partido, y enunció con su voz lenta y su acento costero sus nuevas resoluciones.

—¿Se acuerdan de que tenemos en el partido una secretaría para los derechos de la diversidad? —dijo en primer término, y los representantes asintieron.

—Bueno —siguió el líder—, vamos a renunciar a luchar por esos derechos de la diversidad, para recobrar el apoyo de la Iglesia.

Un rumor recorrió a los representantes:

—Sí sí sí sí sí sí.

—¿Se acuerdan —recomenzó el líder— que hemos hablado de la mafia en el Poder y de cómo saquea cada sexenio los bienes del pueblo?

Andrés Manuel apretó los labios antes de agregar:

—Bueno, desde ahora declaro una amnistía anticipada contra los ladrones y estafadores del pueblo, para no enemistarnos con ellos y que no impidan que ganemos las elecciones presidenciales de 2018.

—Sí sí sí sí sí sí —murmuraron los representantes.

Aunque una de ellas, una mujer morena y redondita, en vaqueros y tenis, se alzó del sofá y se abalanzó sobre la puerta de la congestionada sala. La escucharon llorar a gritos, en su descenso por las escaleras, al tiempo que estrellaba contra los muros los objetos que fue encontrando en los descansillos: macetas, taburetes, un niño que le preguntó “¿Qué le pasa, señorita?”.

—Por último —enunció desde la tranquilidad regia de su sillón el caudillo—, ¿se acuerdan que íbamos a cambiar el sistema económico para elevar a los pobres de la indigencia?

—Bueno —dijo el líder— pos ya no se va a poder, para no poner en contra nuestra a los hombres ricos del país y así preservar la estabilidad económica.

—¿Quiere decir —intervino Martí Batres, intérprete del líder— que desde ahora estamos luchando solo por el poder?

—Así es —confirmó el líder—. Ya luego que nos hagamos de la Presidencia, entonces vemos qué otra cosa hacemos.

—Sí sí sí sí sí sí sí —dijeron los presentes.

Excepto uno, muy joven, de ojos azules y labios grandes, como de trompetista, mulato de Veracruz.

—A ver, líder —empezó—, me parece que esto es un contrasentido. Si estas reformas que propones son buenas, quiere decir que es bueno el régimen neoliberal cleptómano de hoy mismo. Y si esas reformas nos procurarán los votos para ganar la Presidencia, quiere decir que llevamos muchos años luchando contra los sentimientos de la nación.

El muchacho, que era un sobreviviente de las asambleas interminables del movimiento estudiantil Yosoy132, parecía dispuesto a un extenso debate, acaso hasta la madrugada del día siguiente, pero el caudillo alzó la diestra y le pidió que guardara silencio.

—Compañero, no nos haga perder el tiempo —le dijo—. Acá preferimos al relajo de los debates, la obediencia. Usted nada más grábese en la memoria que ya en adelante sólo estamos luchando por el poder.

Vieron desaparecer al enorme mulato tras la puerta que daba a la escaleras, y oyeron el rrrrrr... de su motocicleta de tercera mano hundirse en el silencio del jardín del conjunto de edificios.

Esa noche, en su humilde catre, Andrés Manuel soñó que despertaba en la madrugada en un dormitorio amplio y con aroma a pinos y salía en pantalones de pijama y con el torso moreno desnudo a un jardín y caminaba sobre la graba de una vereda flanqueada de bustos de cobre de los presidentes de la Nación al cabo de la cual encontraba un busto de sí mismo. Pero no era realmente él mismo. Era otro que se le parecía, pero no recordó su nombre.

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