Trump le explicó al conductor del canal Access Hollywood su método para asaltar sexualmente a mujeres. Me meto tres pildoritas de menta a la boca, luego las beso, luego les agarro el coño, sin mayor preámbulo. Once años después, el video de su explicación se multiplicaba en las pantallas grandes y pequeñas del planeta, y una ceguera se despejaba de los ojos izquierdos de los primates de la especie. Una ceguera tan ciega, que hasta el momento de disiparse pocos la habían visto.

En Texas, encastillado en su mansión incrustada en una ladera de piedra, el gobernador apretó el paso para arrebatarle a su pequeña hija el teléfono celular, para que no escuchara el soez video que ahí empezaba a reproducirse, y entonces se hizo una pregunta nueva: ¿por qué la carretera AA que cruza su estado está sembrada de un lado y de otro de cadáveres de púberes desnudas y asesinadas?

En una oficina de Hollywood, los ejecutivos de los estudios de cine, se reunieron para preguntarse con qué derecho depredador calificaban a las actrices en una escala que iba desde Quiero cogérmela, hasta Me la llevo a la cama sólo si está lloviendo y no puedo ir al campo de golf a meter mi bolita en 18 agujeros.

En México, el Presidente ordenó la movilización inmediata del Ejército, para que levantaran un muro de vapores de insecticida, y así detuvieran en la frontera la entrada del germen de la conciencia de la misoginia. ¿Quedaría identidad nacional si el germen infectaba los ojos izquierdos de los bravos mexicanos?

Fue demasiado tarde. En la carretera La Ventosa, recta como una regla escolar, una caravana de trailers se detuvo, y las niñas destinadas para la venta en mercados de esclavos, saltaron al asfalto y corrieron a perderse en la maleza seca de la sabana.

En Japón, en los burdeles de la calle de Ginza, las muchachas del placer ajeno se asombraron al sentir a sus clientes alzarse y liberarlas, y al verlos retirarse entre caravanas y sentencias de Buda.

En Roma el papa Francisco salió al balcón de la plaza inundada de feligreses y dijo que por fin lo veía con su ojo izquierdo. La culpa era de Dios Padre. No, no es que Él hubiese creado desiguales al macho y a la hembra humanas, sólo había mentido tantito al recontar su creación. Mentira que Eva nació de la costilla de Adán, la verdad era que Adán nació de entre las piernas de Eva. Y por tanto, y para celebrar la nueva compasión que hermanaba lo femenino y lo masculino, en adelante habría monjas oficiando misas, y sin duda a él lo sucedería en el trono de San Pedro una Papisa, que sería llamada Mamisa.

Fue una lástima que en ese momento, del otro lado del planeta, iniciara el debate entre Donald Trump y la otra contendiente a la presidencia del centro del Imperio de Occidente, Hillary Clinton. Fue una lástima porque Trump logró ir disipando la nueva fraternidad a medida que descendía sobre los ojos izquierdos de la especie la vieja amnesia de la misoginia. Primero explicó que hablar de agarrarle el coño a las mujeres es un pasatiempo común en los cuartos de casilleros, equivalente a tejer con ganchillo tapetitos de encaje, o resolver crucigramas. Y a continuación, y mientras acechaba las espaldas de su contrincante, con su volumen de gorila panzón, y la interrumpía, cada que ella tomaba la palabra, aprovechó sus turnos de hablar para proferir amenazas. De llegar a la presidencia, a ella la encarcelaría en una jaula en un zoológico, a los negros les aplicaría cateos a punta de fusiles, a las montañas de Wisconsin las destriparía de la última piedra de carbón, al Medio Oriente lo tapizaría con explosiones de bombas, a Marte la desaparecería en un hongo atómico, y cada lunes personalmente eyacularía sobre la Vía Láctea.

Era un milagro, aunque sólo las mujeres estadounidenses que se enjugaron el nublado ojo izquierdo lograron verlo: con sus manos invisibles y juguetonas la Historia les regalaba en el señor Trump la versión más decrépita y ridícula de la misoginia: tres días después Hillary rebasaba a Trump por 11% del voto.

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