El Sistema Nacional Anticorrupción (SNA), que entró en vigencia este miércoles en medio de un brutal vacío político y legal, carga con una hoja de ruta dominada durante casi cinco años por obstáculos y omisiones que sólo pueden ser explicados como producto de una estrategia deliberadamente perversa.

Anunciado en el discurso inaugural de la administración Peña Nieto —diciembre de 2012—, el SNA cargó desde el inicio con la falta de voluntad política del gobierno federal.

El SNA ha sido dinamitado también en ¡28¡ entidades del país, sea porque no modificaron su Constitución local, no crearon las leyes reglamentarias, dejaron sin nombrar a las magistrados especializados o evitaron nombrar al fiscal respectivo. En la lista de omisos hay gobiernos de toda filiación partidista, incluida la Ciudad de México.

Esta historia de un lustro de simulaciones no puede, sin embargo, ser cargada sólo a la cuenta de los gobiernos. Los partidos han actuado como comparsas del engaño a la sociedad. Y el Congreso de la Unión ha demostrado ser en sí mismo parte del problema, pues los legisladores —notablemente los senadores— sabotearon reformas y se parapetaron en su propia falta de transparencia y rendición de cuentas.

Dos presidentes del Senado, el priísta Raúl Cervantes —actual procurador de la República— y el panista Roberto Gil Zuarth —convertido en eficiente operador del oficialismo—, eludieron cumplir en su momento la ley que les ordenaba convocar al nombramiento del nuevo fiscal anticorrupción. Tras un año de espera, el gobierno entregó en tiempo límite las seis ternas para designar magistrados anticorrupción, sin que hubiera antes debate público alguno —y con propuestas confeccionadas por PRI y PAN.

El actor más novedoso del proceso lo ha constituido el activismo de la sociedad civil, que arrancó con la propuesta de la llamada Ley 3de3, una de las siete que conformaron el SNA. Visto en perspectiva, ese impulso parece haber sido contenido y “descafeinado” por el poder político mediante distracciones y maniobras de todo tipo.

Quizá sea momento de que estos organismos cívicos —agrupaciones, académicos, empresarios— asuman que actuaron con demasiado candor ante el monstruo de la corrupción, que no ofrece el rostro más oscuro del sistema político mexicano, sino que es el sistema mismo, como lo consignó en días pasados el agudo analista Jesús Silva Herzog Márquez.

En la letra pequeña —realmente, no tan pequeña— de las reformas aplicadas por el Congreso y avaladas por todo un frente de organismos cívicos, quedó de lado, por ejemplo, la urgencia de nuevas leyes en materia de obra y adquisiciones del gobierno, el verdadero nudo gordiano donde la corrupción pública se engarza con la privada.

Además, se permitió que el consejo rector del sistema estuviera dominado por representantes de dependencias públicas; se eludió fortalecer controles sobre Pemex y CFE, a los que la reforma energética dotó de un régimen jurídico que virtualmente libra a sus funcionarios de responsabilidades penales. Y se creó una fiscalía anticorrupción cuyo titular sería nombrado una sola vez por el Congreso y cuyo mandato concluirá en noviembre de 2018. De ahí en adelante sería un simple subordinado del fiscal general.

La inminente anulación de los comicios en Coahuila puede o no tener un impacto positivo democrático, pero en los hechos parece concebida a fin de destrabar el voto aprobatorio del PAN para sacar en las cámaras a partir de septiembre, otros temas pendientes, como la Ley de Seguridad Interior, el mando mixto y, desde luego, el presupuesto federal para el año clave de 2018.

Después de eso, el Congreso presenciará el retiro masivo de legisladores buscando candidaturas, llegarán suplentes con nivel político todavía menor, y la tarea parlamentaria será secuestrada por el debate electoral. Lo que veremos será territorio comanche.

En este contexto, resulta indispensable un balance crítico y autocrítico de la sociedad civil implicada en el diseño del SNA, para presentarlo como el fracaso que ya es. Y exhibir a México como una nación refractaria a los avances alcanzados ya por España, Brasil, Argentina o Chile —incluso nuestra modesta vecina, Guatemala—, en el diseño de normas y acciones contra el saqueo del erario.

Esa pudo haber sido la postura del nuevo frente —académicos, organizaciones, empresarios, personalidades— anunciado el lunes bajo la iniciativa #Vamospormás, la cual sin embargo, incurrió en una ingenuidad: levantar nuevas demandas legislativas a un Congreso que en los hechos, ya cerró el tema para lo que resta del sexenio.

La voz que deberíamos esperar, con una reflexión cruda, es la de los integrantes del Comité de Participación Ciudadana del SNA, que preside Jacqueline Peschard, una académica sólida, independiente, con una trayectoria irreprochable. Ajena a otros actores que han estado bajo fuego por encabezar entidades que eventualmente reciben contratos gubernamentales o patrocinios empresariales. Un pronunciamiento de ella, individual o como cabeza del Comité, sería relevante para nutrir nuestra maltrecha salud pública.

rockroberto@gmail.com

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