Las cifras de cada día son espeluznantes: decenas y a veces cientos de cuerpos son hallados bajo tierra. A veces en fosas clandestinas como las que vi en Iguala, perfectamente excavadas con trascabos o sepultados a la carrera en entierros improvisados.

Pero lo más aterrador es que estos hallazgos horripilantes ya no nos horroricen. Como si las continuas bofetadas a nuestra capacidad de asombro nos hubieran puesto en estado de shock.

A ver: tan sólo en el último recuento de 2006 a 2016 fueron desenterrados mil 87 cadáveres en 365 sepulcros ilegales. Lo alarmante es que en esa misma década se reportaron más de 29 mil desaparecidos, por lo que es fácil suponer que al menos 20 mil están todavía enterrados.

En los días recientes nos volvimos a estremecer con el descubrimiento de la ahora célebre fosa de Jojutla en Morelos, donde fueron desenterrados los restos de al menos 35 personas. Hallazgos que, por cierto, no son producto de pesquisas de gobiernos o policías, sino de las indagatorias de organizaciones de la sociedad civil como El Solecito en Veracruz que —en busca de sus muertos— acaba de descubrir dos fosas gigantescas en Colinas de Santa Fe, donde por cierto se informa del hallazgo de 249 cráneos. Así que la pregunta obligada es una mezcla de escatología y horror: ¿Cómo que puros cráneos… y los cuerpos? Más de 10 mil fragmentos de huesos en pedacería.

Pero más allá de las cifras, no se necesita ser tremendista para suponer las miles y miles de horas de dolor, de tortura, de violaciones, vejaciones y sufrimiento detrás de estas estadísticas. Y la vergüenza inaudita de que esto ocurra aquí. Porque en ningún país del mundo que se considere medianamente civilizado sería admisible tanta barbarie. Ni siquiera entre los que enfrentan situaciones de guerra. Qué sentido tiene hablar de reformas estructurales o cosa que se le parezca cuando tenemos gran parte del territorio sembrado de muerte y sangre. Porque fosas también hay en Guerrero, Michoacán, Chihuahua, Tamaulipas, Jalisco y el Estado de México.

Tenemos que aceptar que, además de la crueldad, detrás de cada fosa y cada cuerpo hay también una historia de abuso criminal e impunidad absoluta. Porque no es verdad que —como dice la sistemática versión oficial— se trate siempre de enfrentamientos entre células o carteles rivales.

Para empezar, en el crimen organizado hay por definición una complicidad obligada con el poder político. Bien sabemos de la delincuencia uniformada y de gobiernos asesinos. ¿O alguien podría suponer que un gobernador tan escandalosamente voraz como el prófugo Javier Duarte —quien salió loco de contento con su cargamento— se enriqueció hasta la náusea debido únicamente a sus raterísticas habilidades financieras? O dicho de otro modo, ¿quién dudaría que Duarte haya estado detrás de los crímenes en las 43 ciudades veracruzanas donde se han descubierto fosas clandestinas?

Por eso indigna la complicidad de gobiernos municipales, estatales y por supuesto el gobierno federal que prefieren echar sus muertos bajo la alfombra del territorio nacional. Un amontonamiento infame de huesos en fosas y cementerios clandestinos donde no hay siquiera una cruz.

Periodista.

ddn_rocha@hotmail.com

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