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Tenía yo el privilegio de comer con él de vez en cuando. Sólo que ese día lo encontré con los codos en la mesa y las manos apoyando la barbilla de aquel rostro de ojos de cristal a punto de agua. —¿Qué pasó don Julio, porqué lo veo tan triste? —Y cómo iba a estar don Ricardo, si hoy se nos quebró el futbol. —¿A qué se refiere, don Julio? —Pues que hoy el Guadalajara vendió a Ramón Ramírez al América. —¿Y por qué es tan grave? —Pues porque no se vale; hay reglas no escritas pero sagradas, que no deben romperse nunca, a menos que rompamos todo.
Esas palabras se me quedaron para siempre. Si un hombre como Julio Scherer García, que cargaba en sus hombros parte de la conciencia nacional le daba esa importancia al futbol, es que se trataba de algo más que un deporte o un negocio; era sobre todo un asunto de Estado. Lo recordé muchas veces cuando el ánimo nacional se derrumbaba por una eliminación oprobiosa de nuestra “selección” o una nueva derrota en un Mundial. Igual que convertíamos en día de fiesta una victoria desesperada.
Otra lección sobre el significado profundo del futbol la tendría después con Eduardo Galeano, aquel de Las venas abiertas de América Latina: —¿Por qué siendo un intelectual y un periodista tan comprometido con las buenas causas, eres también un fanático del futbol, calificado como el opio de los pueblos y una maquinaria de enajenación? —Yo soy un futbolero perdido desde que nací, en realidad quería ser jugador. —¿Hay todavía jugadores excepcionales como Messi, que parece un niño chiquito cuando dribla a dos o tres y luego hace un gol fantástico? —Sí, por suerte quedan quienes juegan por placer más que por deber; pero el futbol, en los altísimos niveles en que está ubicado ahora, es la industria más lucrativa y también la más rentable desde el punto de vista del prestigio político.
Cierto. El futbol es aquí y en China —sobre todo ahora en China— la gran válvula de escape social que equilibra las furias y las alegrías de los pueblos de todos los signos políticos y religiosos. Por eso la FIFA tiene más afiliados que la mismísima ONU y su poder económico y político es superior al de la gran mayoría de los países del planeta.
A ver: el futbol es la locura colectiva que nos permitimos los seres humanos. Basten algunos datos desquiciantes: las economías de algunos de los grandes clubes de Europa —boletaje, tv, mercadotecnia— son equivalentes o más abundantes que las de muchos gobiernos completos; en Inglaterra hay estadios vendidos con años de anticipación; desde España, un juego de liga entre el Barcelona y el Real Madrid es visto por mil millones de personas en toda la Tierra; un solo jugador de élite gana en un año lo que decenas de miles de campesinos o cualquiera de nosotros en toda la vida. Así de loco, así de injusto, así de espectacular es el futbol mundial.
En México somos una mala copia: un futbol mediocre, salvo en el negocio. Por eso inventamos la “liguilla”, con dos “campeones” cada año, de los que luego nadie se acuerda. Y tenemos directivos títeres con un atraso mental que les impide hilar dos frases coherentes.
En este escenario se acaba de producir un hecho inédito: los árbitros no pitaron el pasado fin de semana con la exigencia de un año de castigo para quienes los cabecearon y empujaron. Por ahora ganaron. Pero desde ya, se habla de la venganza. Muy al estilo de oprobiosos “pactos de caballeros” entre los verdaderos dueños del balón.
¿Que el futbol vuelva a romperse? No lo creo. Solo sé que están matando a la gallina de los huevos de cuero.
Periodista.
ddn_rocha@hotmail.com