El actual Congreso mexicano está a punto de pasar a la historia como el más corrupto de todos los tiempos. O al menos como el más omiso y por lo tanto cómplice del más grande de los males de nuestro país: la corrupción.

A ver: en su más reciente evaluación de 2015, el Banco de México estableció que el costo de la corrupción para nuestro país fue del 9% del Producto Interno Bruto, es decir, la escandalosa cifra de 1 millón de millones 602 mil 986 millones de pesos; en paralelo, el Banco Mundial que avala estos pavorosos números añade que esa cantidad equivale a 80% de lo recaudado anualmente vía impuestos; por su parte, la Auditoría Superior de la Federación estimó que 86 mil millones de pesos fueron destinados el año pasado a desvíos, subejercicios, despilfarro de recursos públicos y pagos indebidos en los tres niveles de gobierno: federal, estatales y municipales. Pero si alguien cree que el grueso de estos números se produce sólo en transacciones gigantescas, hay que estremecerse con el dato de Transparencia Mexicana: en ese mismo lapso los mexicanos destinamos 32 mil millones de pesos a mordidas; aún en los hogares con ingresos de salario mínimo, 33 de cada cien pesos se emplearon en pagar actos de corrupción.

Otro enfoque brutal es que 90 de cada cien habitantes de este país reconocen a la corrupción como un problema y admiten que “es muy frecuente”. Lo grave es que 52 consideran que los actos de corrupción son ya un “acto normal, cotidiano y hasta un hábito”. Incluso hay quienes piensan que la corrupción es un lubricante que acelera los mecanismos del país, una característica crónico-degenerativa que nos distingue en el mundo y hasta un arte para el que los mexicanos estamos particularmente dotados.

Además de ese “factor cultural”, hay otros dos: el institucional, que implica que las reglas que rigen en todos nuestros gobiernos incentivan la corrupción y se alejan de la transparencia para refugiarse en los sótanos del poder; el otro factor y acaso el más relevante y definitorio es la impunidad, y es que en México 95 de cada cien actos de corrupción no se castigan jamás.

Pero lo verdaderamente terrorífico es que a pesar de este cáncer gigantesco, el Congreso ha sido incapaz de aprobar el paquete de leyes secundarias que determinarán la eficiencia del esperanzador Sistema Nacional Anticorrupción. El bloque PRI-Verde sólo quiere aprobar cuatro de las siete leyes. En el mejor de los casos, propone aplazar la discusión para después de las elecciones del 5 de junio. Enfrente, PAN-PRD insisten en aprobar también leyes torales como la de una Fiscalía Anticorrupción realmente autónoma, las modificaciones al Código Penal federal y la iniciativa ciudadana 3de3 que obligará a los funcionarios públicos a presentar su declaración patrimonial, de impuestos y de conflicto de interés.

Lo inadmisible es que de no aprobarse a más tardar este 28 de mayo, el Congreso estaría violando la Constitución, ya que el presidente Peña Nieto publicó la reforma constitucional en materia de combate a la corrupción y se estableció un plazo de un año para implementarla. Cierto, no hay ningún castigo si los congresistas no cumplen. Salvo el moral, que los señalará de por vida como corruptos y cómplices.

Periodista

ddn_rocha@hotmail.com

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