Entre las malas noticias hay una buena que festejan en Los Pinos: tuvieron razón Luis Videgaray y el presidente Enrique Peña Nieto cuando invitaron a Donald Trump para que viniera a México.

Por encima del naufragio hoy hay un puente de comunicación con el futuro mandatario de Estados Unidos gracias a que se cometió una osadía muy criticada, entre tantos otros, por quien escribe estas líneas.

Sin embargo, es imposible olvidar que horas después de la visita, el candidato republicano resumió aquel encuentro a partir de la frase siguiente: “Son gente grande, líderes grandes, pero ellos van a pagar por el muro”.

Por expresiones como esa cabe temer que ese puente de comunicación sólo vaya a servir para hablar en los términos y con las condiciones que el futuro habitante de la Casa Blanca imponga y defina.

Ayer afirmó Peña Nieto que se abre un nuevo capítulo en la relación de los dos países, el cual “implicará un cambio, un reto … y una gran oportunidad”.

Lo primero y lo segundo es indudable, pero lo de la oportunidad puede ser negación o de plano pensamiento mágico.

Más allá del discurso, esta nueva realidad obliga a una modificación profunda de nuestra política hacia Estados Unidos: tendría que dejar de ser reactiva para volverse pro-activa.

Con Donald Trump en la Casa Blanca el gobierno mexicano no puede continuar como velero que va donde los vientos del norte lo conducen.

Sin embargo no contamos con una Cancillería que esté diseñada para enfrentar esta complicación. Los consulados que tenemos en Estados Unidos saben responder a coyunturas precisas y pequeñas —a devolver los golpes— pero no tienen capacidad para anticiparse.

Como nunca en nuestra historia vamos a necesitar una red consular dispuesta para prever al máximo los riesgos y las amenazas que acecharán a las y los mexicanos que viven de este y del otro lado de la frontera.

Si los consulados no se transforman pronto y con este propósito, estaremos perdiendo una de las herramientas clave para la inteligencia que se necesita en la relación bilateral.

A la cabeza de esa red consular está la embajada, una oficina que entró en fase errática al mismo tiempo en que Trump ascendía en el firmamento.

La salida del ex embajador Eduardo Medina Mora marcó el principio del extravío que se profundizó con la desastrosa gestión de Miguel Basáñez. Hoy la imagen política del embajador Carlos Manuel Sada está desgastada, sobre todo con el frente republicano.

No sucedió así por falta de talento diplomático, sino por las instrucciones contradictorias recibidas desde la Ciudad de México.

Desde ya debe esperarse un nuevo cambio de embajador, el cuarto del actual gobierno.

Más allá de los activos institucionales, los contenidos de esa política proactiva habrían de trascender las promesas de campaña que hizo Donald Trump a partir de temas razonables que convengan a ambas partes.

Un ejemplo de ese esfuerzo sería apartarnos de la tontería que implica discutir quién pagará el muro y conducir la conversación hacia otros terrenos como el de la seguridad fronteriza, asunto para el que se requiere mucho más que una montaña de ladrillos.

Otro ejemplo sería redefinir el TLCAN, tomando como principal argumento la amenaza comercial que China significa para ambas naciones.

Un tercero, y quizá el más ambicioso de los retos, sería dar solución al estatus migratorio de los de 11 millones de mexicanos que se encuentran de manera ilegal en Estados Unidos. Esas personas son responsabilidad de ambos países y por tanto tendría que haber un acuerdo conjunto para resolver su circunstancia sin estigmatizarlos injustamente como criminales.

ZOOM: Dijo Donald Trump en su famoso discurso de Arizona: “A partir del día uno vamos a comenzar construyendo un muro físico, alto, hermoso, poderoso e impenetrable al sur del territorio”. Quedan sólo dos meses para impedir que esa amenaza —que no tiene nada de metafórica— se convierta en una realidad. ¿Es imposible?

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