Me he casado ya dos veces, así que algunas cosas sé sobre el matrimonio. Puedo asegurar que en esas dos ocasiones, cuando acudí al Registro Civil, el juez no me preguntó cuáles eran mis valores morales, mis creencias religiosas, mi concepción de la familia, mucho menos se atrevió a interrogar sobre mis preferencias amatorias en la intimidad y la sexualidad.

No preguntó tampoco a mi futura cónyuge si compartía concepciones éticas con la mayoría católica de los mexicanos, si estaba dispuesta a jugar tal o cual rol “natural” en la pareja y tampoco la hizo aprobar un examen sobre su solvencia para ser madre o esposa.

En toda simplicidad ambos acudimos a pedirle al juez que nos casara, hicimos explícito nuestro acuerdo de voluntades y firmamos el acta de matrimonio.

Tengo cuatro hijos. El mayor no es descendiente biológico mío y sin embargo es muy mi hijo. Creció mientras yo estuve a su lado y he tratado de ser un padre amoroso, solidario y próximo. Cuando me tocó la suerte de educarlo, no hubo tampoco, fuera del hogar, quien se atreviera a preguntar si tenía yo el talento, los valores, la idea adecuada de familia —si poseía fe religiosa suficiente o había leído la Biblia— como para considerarme capaz de ejercer mi paternidad.

Ahora que hago memoria tampoco me hicieron esos cuestionamientos cuando fui a registrar a mis otros hijos y obtuve su respectiva acta de nacimiento.

Me pregunto de qué privilegios gozo —qué elementos de mi personalidad, carácter, identidad sexual— son relevantes para que los jueces no me hayan puesto una sola restricción a la hora de contraer matrimonio (dos veces) o de educar a todos mis hijos.

¿Por qué razón azarosa o cósmica soy superior a esas otras personas a quienes sí les han cuestionado la vida amatoria, la intimidad, las convicciones, lo que piensan de la familia, su orientación sexual, antes de permitirles casarse o hacerse legalmente cargo de su descendencia?

¿Cómo justificar el privilegio que a mí me permitió acceder con facilidad al matrimonio, mientras otros deben escalar muros altísimos para lograrlo? ¿Por qué yo sí puedo hacerme cargo de mi hijo no biológico y otros adultos dignos y responsables deben enfrentar barreras y trabas complejísimas?

¿Qué en la realidad, o qué en los prejuicios y los estigmas, nos han hecho seres humanos diferentes?

Seguramente hay argumentos que escapan a mi entendimiento pero, con sinceridad, no creo que deba ser el Estado o la ley los que definan —a partir de argumentos ciertamente arbitrarios— quién puede casarse o adoptar hijos.

Estoy convencido de que, para dejar de ser un privilegiado, y para que otras y otros no puedan ser desposeídos, se requiere transformar las mentalidades, la realidad y las instituciones.

Por eso estoy a favor del matrimonio igualitario, que ya está consagrado por el cuerpo constitucional de normas que hoy rigen en México. También estoy a favor de la adopción de las parejas del mismo sexo, que igualmente está protegida por la legislación mexicana.

Es decir, estoy a favor de que sigamos ampliando el arco de las libertades, o más precisamente, que continuemos igualando las libertades en vez de dar pasos hacia atrás, mientras se promueven privilegios para unos y se excluye o cierran los accesos para los derechos de otros.

Este es el tema central que se juega con el matrimonio igualitario y la campaña #SíAcepto, lanzada esta semana por un grupo amplio de personas y organizaciones. Tiene como propósito ratificar el compromiso que significa mirar al siglo XXI defendiendo derechos, igualando a mexicanas y mexicanos, rompiendo el cierre social que desposee y coloca a unos como desaventajados, frente a otros que no tienen la generosidad de compartir sus privilegios.

ZOOM: Cada época tiene sus propios prejuicios y estigmas para justificar la exclusión. #SíAcepto es un movimiento y una campaña para enfrentar los nuestros.

www.ricardoraphael.com

@ricardomraphael

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