En el mundo los políticos tienen hoy pésima reputación. En México el desprestigio de ese oficio es aún peor. De entre los muchísimos que hay, Javier Duarte de Ochoa es el más detestado. No era fácil obtener ese lugar tan notorio.

¿Cómo sucedió que este hombre se convirtió en el rostro encarnado de la corrupción mexicana?

Nunca en México un ladrón había coleccionado tantos policías persiguiéndolo. Están tras sus huesos la Auditoría Superior de la Federación, el sistema tributario mexicano, la Procuraduría General de la República, el Partido Revolucionario Institucional y en breve las autoridades de Veracruz. Ya sólo faltan la DEA, la Interpol y el FBI.

No alcanza este espacio para resumir las acusaciones y cargos que pesan en contra suya y de su administración. Se le denuncia de todo lo imaginable: de haber malversado con pensiones de jubilados, de crear empresas fantasma para ordeñar recursos del erario, de defraudación al fisco, de multiplicar la deuda pública, de enriquecimiento inexplicable, etcétera, etcétera.

Alguna vez dijo Javier Duarte que el personaje histórico con el que se identificaba era Francisco Franco, el dictador español. Torpe con la neurona, como suele ser, explicó que ambos compartían una voz nasal desagradable. Su administración da prueba de que también en él se inspiró para tratar a sus opositores. Pero en su caso los adversarios le salieron con mejor suerte.

Tengo para mí que, mientras crece la lista de agravios y agraviados, la figura de Javier Duarte se erige como una excepción y no como lo que es: un político igual a muchos otros.

El cuerpo político del país ha querido exhibirlo como un tumor extraño, irrepetible, único y acotado.

Pero, con franqueza, Javier Duarte no es excepcionalmente corrupto. Es un político más torpe que el promedio, pero en lo que toca a moralidad no es inferior a otros.

Es sobre todo un político tonto que sirve hoy para hacer picadillo de político y con eso distraer la atención y salvar a muchos otros hampones.

Como los camellos dan camellitos, el sistema político mexicano da javieres duartes; así —en numeroso plural.

Hace 18 años el gobernador que ayer pidió licencia al Congreso veracruzano comenzó su carrera sin más mérito que su lealtad. Entonces cargaba el portafolio del presidente del PRI en Veracruz, Fidel Herrera Beltrán. Sus contemporáneos cuentan que era un muchachito tímido y taimado —un guarura más que un asistente— siempre escondido tras los pantalones de esa figura pública nacional, hoy también harto controvertida.

Duarte reconoce que no tenía un centavo en la cuenta de banco cuando empezó a trabajar. No heredó, no montó negocios, no dedicó una sola hora al sector privado. Presume que, con el sudor de su suerte, pagó la carrera de Derecho en la universidad.

Luego su partido y su padrino lo ayudaron para que se fuera a España a hacer una maestría y también un doctorado. En realidad no tuvo mucho tiempo para estudiar porque mientras estaba por allá se hizo cargo de responsabilidades públicas en Veracruz.

A su regreso, al vapor, lo hicieron ascender. Prácticamente sin experiencia lo nombraron subsecretario y luego secretario de Finanzas. Fue un año diputado y de inmediato gobernador.

Con esta carrera tan atrabancada, ¿quién en su sano juicio podía considerarlo como opción para gobernar Veracruz?

Pues lo hizo su partido, el PRI, el ex gobernador, Fidel Herrera, la clase política veracruzana, la ciudadanía que votó, las élites locales y nacionales, la prensa, los poderes fácticos y también el crimen organizado.

ZOOM: No hay que hacerse bolas, Javier Duarte es la constante del sistema y no un chipote. Es la media y no sus extremos. Es el resultado de una política esencialmente corrupta que en estos días eligió a un gobernante tonto para usarlo de chivo expiatorio buscando curarse en salud.

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@ricardomraphael

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