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Caster Semenya es una corredora sudafricana que ganó la medalla de oro en Río de Janeiro, en la prueba de los 800 metros planos. Desde hace años, sin embargo, se le acusa de no ser mujer y por tanto de hacer trampa en esta prueba de atletismo.
Resulta que Semenya es una mujer cuyo cuerpo genera altos indicadores de testosterona. La acusan entonces de ser un hombre o, en todo caso, una persona intersexual.
Para participar en las últimas competencias olímpicas ella tuvo que someterse a una serie de pruebas físicas y de laboratorio. Al final obtuvo permiso y la semana pasada ratificó que es la mujer más rápida del planeta sobre la pista de tartán.
Caster Semenya cuenta que jamás se había cuestionado su identidad femenina hasta que la orillaron a realizarse exámenes para ratificarla.
Y sin embargo, parte de la sociedad que la rodea hace escándalo cuando habla de ella. Los narradores de deportes no pueden evitar referirse a su persona como si fuera un fenómeno de circo.
Ningún otro atleta mereció en estos Juegos Olímpicos comentarios tan extensos sobre su anatomía o su apariencia física.
La ex atleta británica Paula Radcliffe declaró que, por culpa de Semenya, ya no podrá llamarse deporte a la prueba femenil de los 800 planos.
Sorprende que todavía exista una comprensión maniquea de la sexualidad humana, como si solo fuese posible ser varón o mujer, en vez de reconocer que la identidad y el sexo de las personas forman parte de un extenso continuo frente al cuál cada persona se adscribe.
Juegan en ese continuo, como en el caso de Caster Semenya, elementos de la biología y también de la psicología. Científicamente no hay posibilidad de precisar si una fuente o la otra —sexo (biología) o sexualidad (psicología)— pesan con mayor fuerza sobre la identidad de los seres humanos.
La definición de la sexualidad de las personas es tema abierto y sujeto siempre a discusión. De ahí que sea cuestionable el intento por fijar definiciones jurídicas rígidas y también que las instituciones den la espalda a la compleja naturaleza de lo humano.
Gracias a lo que hoy sabemos sobre los elementos que influyen en la sexualidad de nuestra especie es que la homosexualidad ha dejado de considerarse una enfermedad mental. También por ello es que los derechos han sido ampliados de manera consistente para quienes no se ubican dentro del espectro heterosexual.
Así como se consideró injusto impedir que Semenya compitiera en Río —independientemente de sus niveles de testosterona— de igual forma es injusto impedirle a una persona tener hijos, formar un matrimonio o construir una familia porque su identidad es homosexual.
Y sin embargo, en pleno siglo XXI mexicano, hay sectores amplios que suponen al matrimonio como un contrato exclusivo para la unión entre hombre y mujer y que también asumen a la adopción como un privilegio que solo ese tipo de pareja merece.
El jueves de la semana pasada dediqué mi columna a cuestionar la decisión de la Conferencia del Episcopado Mexicano a favor de apoyar las marchas que combaten el matrimonio igualitario.
Recibí todo tipo de comentarios, unos más extremos que otros, pero uno en particular me dejó preocupado. Lo transcribo tal cual:
“El Frente Nacional por la Familia es una organización de laicos, con apoyo moral de la Iglesia Católica de Roma en México. Es la inmensa mayoría silenciosa la que se hará escuchar y vamos todos unidos en un frente para subordinar de una buena vez al lobby homosexual que pretende imponer, desde la CDMX, sus aberraciones a los otros 31 estados del país. ¡A marchar y de ser necesario nos levantaremos en armas como alguna vez ya lo hicimos y pusimos al gobierno a temblar!”
ZOOM: No sé que sea el Frente Nacional por la Familia, pero como ciudadano exijo al gobierno que vigile el principio de laicidad para que no sean concepciones religiosas las que fijen la definición de matrimonio o determinen los criterios para la adopción. Le exijo sobre todo a la autoridad que por ningún motivo se ponga a temblar.
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