No conozco otro sitio que con tanta ostentación simbolice los desencuentros entre México y Estados Unidos. En San Jacinto, Texas, hay un obelisco de 172 metros de altura que mira al mar con el propósito de recordar el día en que Sam Houston humilló a Antonio López de Santa Anna.

El martes 20 de abril de 1836 se celebró una batalla cuyo recuerdo aún sirve para alimentar todo tipo de odios y xenofobias. Vale recordarla en estos días cuando, de ambos lados, ha resurgido el monstruo del miedo mutuo.

A pesar de que la mayor parte de México se hallaba desentendida con respecto a los ánimos de independencia texanos, Santa Anna montó en su caballo y visitó a los caciques locales tratando de juntar hombres y dinero. No tuvo mucha suerte porque sus compatriotas estaban ocupados en sus propios asuntos. Con todo, logró sumar poco más de mil 300 soldados.

Todavía recuerdan los dos países las derrotas de Houston en San Antonio y Goliat. Temiendo que el Ejército mexicano —superior en número y armamento— lo arrasara de un momento a otro, el general independentista decidió huir al norte de la isla de Galveston.

En vez de perseguirlo, Santa Anna optó por tomarse una siesta en San Jacinto, un recodo que da la espalda al mar y que sólo tenía una entrada por tierra. Houston recibió noticias sobre la siesta mexicana y movilizó a los 900 soldados que le restaban, tomando por sorpresa al ejército enemigo.

En solo 18 minutos perdieron la vida 630 mexicanos y más de 700 fueron apresados. Nuestro presidente se contaba entre ellos. La leyenda texana dice que únicamente nueve hombres de Houston perecieron durante el asalto.

Aunque sólo sea como metáfora, este episodio sirve para revisar nuestro presente.

Primero, México fue derrotado durante la batalla de San Jacinto porque nadie, excepto Santa Anna, creyó que fuera posible perder Texas. Se desestimó la amenaza hasta que ya no hubo más remedio.

Segundo, la mezcla de xenofobia y prepotencia que caracterizaron a Sam Houston son una mala combinación que, como órbita planetaria, regresa de tiempo en tiempo para afectar nuestro destino.

Tercero, el pensamiento mágico de Antonio López de Santa Anna lo hizo confiarse en San Jacinto, ordenando a sus soldados que descansaran cuando era indispensable que estuvieran alertas.

Cuarto, con el paso del tiempo México y Estados Unidos encontraron otras formas más productivas para resolver las diferencias. La fórmula cooperativa ha funcionado cuando de ambos lados el número de aliados es superior al de los enemigos.

Se ha querido comparar a Donald Trump con otros personajes del pasado pero ninguno se le parece más que Sam Houston: un demagogo que también estaba obsesionado con construir un gran imperio.

No obstante, nada habría podido Houston contra México si nuestros antepasados hubieran sido menos indolentes.

Leo con atención la propuesta que hace en estas páginas mi amigo Gabriel Guerra (http://eluni.mx/2aeVcjs) de no intervenir en el proceso electoral del país vecino y aunque reconozco que él sabe más de esto que yo, San Jacinto no me deja conciliar el sueño.

México y los mexicanos, de aquí y de allá, nos evitaremos un futuro indeseable si la fórmula Hillary Clinton-Tim Kaine gana en las urnas el próximo mes de noviembre.

No se trata de una elección más, sino de un proceso político que podría ser —como aquél otro— un parteaguas en la historia de las dos naciones.

Trump ha declarado ya su odio contra México y los mexicanos. Es momento de hacer notar que hoy la derrota de San Jacinto le haría tanto daño a un país como al otro. A diferencia de 1836, en el presente Texas no puede vivir sin México, ni México sin Texas.

ZOOM: ¡Don’t mess with Mexico! Porque esta vez sería trágico para Estados Unidos. Este debería ser el lema de nuestra campaña contra Donald Trump.

www.ricardoraphael.com@ricardomraphael

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