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En toda democracia que se respete, la defensa de la libertad de expresión —y en general de las libertades básicas—, debe ser una de las prioridades sociales.
Y es que libertades como las de expresión, prensa y manifestación de ideas, además de los derechos de información y acceso a datos públicos, son el termómetro que permite medir la salud democrática de un pueblo.
De igual manera, el atentado a la vida de los trabajadores de los medios —periodistas, opinadores, fotógrafos, cartonistas o articulistas—, y la impunidad que ampara a los agresores de los periodistas —y a los agresores de ciudadanos en general—, muestran el atraso del Estado en una de sus tareas básicas; la de garantizar la vida, la integridad y los bienes de las personas.
Además, para nadie es nuevo que México es uno de los países de más alto riesgo para periodistas; con el mayor número de periodistas muertos.
Tampoco es nuevo que Veracruz es la entidad en donde más periodistas han sido asesinados en años recientes.
Por eso, nadie en su sano juicio puede escatimar un gesto de solidaridad con periodistas atacados, muertos y/o amenazados por instituciones del Estado, por gobiernos locales, autoridades o por el crimen organizado.
Pero también es cierto que no todos los ataques, atentados y crímenes cometidos contra trabajadores de los medios pueden ser considerados un ataque a la actividad del periodista, al ejercicio de sus libertades básicas. No toda agresión a un periodista —por influyente que se crea—, está vinculada de manera directa a callar su voz y su libertad de expresión. Más aún, en no pocos casos se trata de agresiones o crímenes iguales a los que sufren los ciudadanos en general.
Y es que en tanto ciudadanos comunes, los periodistas no están (estamos) exentos de los mismos riesgos, peligros y flagelos que los ciudadanos comunes. Tampoco los periodistas están (estamos) exentos de las debilidades, excesos y “pecados” humanos. Los periodistas no son (somos) santos o demonios; son (somos) ciudadanos como cualquiera.
Por eso resulta —por decirlo suave—, una estupidez suponer que todo despido, accidente, agresión, secuestro o crimen contra un periodista es un atentado a la libertad de expresión de todos los mexicanos.
Y es el caso de Rubén Espinosa, fotoperiodista muerto el viernes 31 de julio en un homicidio quíntuple en la colonia Narvarte y quien habría regresado al Distrito Federal huyendo de Veracruz y de la barbarie del gobierno de Javier Duarte, el peor gobierno veracruzano y el más represivo para los periodistas.
Como saben, cuando se conoció que una de las víctimas del crimen quíntuple había sido un fotoperiodista perseguido por el gobierno de Veracruz, un sector del gremio periodístico y de la sociedad en general señaló —sin una sola prueba—, que se trató de un crimen de Estado y que el mandatario veracruzano era culpable.
Hoy se sabe que, en efecto —como aquí lo expusimos el pasado lunes en la primera de las tres hipótesis planteadas por el GDF—, Rubén Espinosa se encontraba en el lugar y la hora equivocados.
Es decir, que el GDF tiene evidencias de que se trató de una presunta agresión mezcla robo y venganza y que los presuntos responsables no sabían siquiera que Rubén Espinosa era fotoperiodista. Más aún, no existe un solo indicio de que el crimen tenga vínculos con el gobernador Javier Duarte. ¿Qué dirán ahora los promotores de la impostura de un crimen de Estado?
¿Y por qué no da a conocer las evidencias el GDF? Por miedo al qué dirán. Al tiempo.
Twitter: @ricardoalemanmx