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Nadie con intenciones serias de análisis se aventura a vaticinar quién ganará el gobierno del Estado de México, cuando faltan dos días para que se realicen esas cruciales elecciones. Las encuestas cerraron el miércoles pasado con un empate técnico entre el PRI y Morena. Pero gane quien gane, los resultados de pasado mañana darán paso, salvo escandalosa sorpresa, a una recomposición en la correlación de las fuerzas políticas del país, que incidirá radicalmente en las elecciones presidenciales del año entrante y en el futuro inmediato de nuestro sistema político.
Nos guste o no, Morena es el factor que altera la ecuación del poder, y salvo una aplastante derrota que, a como está el hartazgo social, sólo la explicaría la suma elección de Estado + fraude, cualquier resultado por diferencias mínimas —lo que es el previsible y verosímil— favorecerá al partido-movimiento que encabeza López Obrador.
Gane Delfina Gómez o Alfredo del Mazo, parece un hecho que las victorias históricas, contundentes e inobjetables del PRI, no se repetirán más en el Estado de México. Cosa de ver los registros electorales para preguntarnos si el tricolor podría repetirlas el domingo:
En 1993, Emilio Chuayffet obtuvo el 62.36% de los votos (un millón 949 mil 346), casi 45 puntos porcentuales arriba del panista Luis Felipe Bravo Mena; en 1999 ganó Arturo Montiel con 42.44% de los sufragios (un millón 371 mil 564), sólo siete puntos porcentuales arriba del panista José Luis Durán Reveles; en 2005, Enrique Peña Nieto obtuvo 47.58% de los votos (un millón 801 mil 530), 23 puntos porcentuales arriba del panista-convergente Rubén Mendoza Ayala; y en 2011, Eruviel Ávila ganó con 61.97% de los sufragios (tres millones 18 mil 588), 41 puntos porcentuales arriba del perredista-petista-convergente Alejandro Encinas. En esta última elección, una formación de izquierda obtuvo por primera vez poco más de un millón de votos (un millón 20 mil 857).
El abstencionismo ha registrado durante los últimos diecisiete años una tendencia al alza: en 1999, solo 17% de la población no acudió a las urnas; en 1999, ese porcentaje se triplicó al llegar a 52%; en 2005 creció a 57%; y en 2011 bajó a 53%, aunque se mantuvo arriba de la mitad. El promedio de participación electoral ha sido bajo: sólo 45% del padrón, es decir, sólo votan cinco de cada diez.
La lista nominal de electores mexiquenses está conformada por 11 millones 258 mil 125 votantes. Si nos atenemos a que se repita el referido promedio de participación, el domingo se emitirán unos cinco millones cien mil votos. Los punteros tienen un mínimo, para su causa, de un millón 300 mil sufragios cada no. Los indecisos deberán aumentar esa cifra y, de acuerdo con los analistas, Morena, gane o pierda, podría llegar hasta el millón y medio de votos, lo que nunca.
Si a eso sumamos que el gobierno de Nayarit parece perdido para el PRI con una ventaja de dos a uno a favor de la alianza PAN-PRD; que Coahuila carga con el desprestigio de los Moreira, lo que le aporta al PAN una ligera ventaja; y que los principales ayuntamiento de Veracruz se repartirán entre albiazules y morenos, dejando a los tricolores en tercer o cuarto lugar sólo con alcaldías rurales; la nueva correlación de fuerzas obligará al gobierno de Peña Nieto a ajustar con cambios su composición y hasta perder la posibilidad de controlar su sucesión.
Ya se habla en los corrillos políticos del sistema de la salida del PRI de Enrique Ochoa, del cambio anticipado de Pablo Escudero de la presidencia del Senado (para que quede bajo el control de un priísta de cepa, pues ya fue suficiente el pago al aliado verde y a Manlio Fabio Beltrones), y de la llegada a la coordinación de los diputados del tricolor de Enrique Jackson, en lugar de quien fuera ex gobernador interino del Edomex, César Camacho Quiroz.
El PRI, por supuesto, no descuidará el domingo su operación electoral. Por lo dicho, hará todo lo necesario ese “Día D”, para no perder el Estado de México. Hay evidencias de planes para la compra del voto. El priísmo no parece tener empacho en apelar al “fraude patriótico”, maniobra operada en 1986 por el entonces secretario de Gobernación y hoy izquierdista y furibundo anti priísta, Manuel Bartlett, para despojar de un triunfo legítimo al candidato albiazul Francisco Barrio.
Se dijo en aquellos años, como ahora se dice con Delfina Gómez y AMLO, que permitir la victoria electoral opositora es un grave peligro para México. ¿No será más peligroso que eso violentar la ley con un fraude masivo que contradiga la voluntad popular? Salir a votar el domingo, revertir el abstencionismo, ampliaría la diferencia de sufragios entre los contendientes y dificultaría el fraude.
Claro que falta por ver la legalidad del conteo y el dictamen de los tribunales, instancia a la que parece se llegará para definir el resultado de la elección en medio, presumiblemente, de una gran inconformidad social.
La incertidumbre democrática, es decir, el no saber quién se alzará con el triunfo y aceptar con toda confianza al ganador, debería ser una señal de fortaleza de nuestro sistema. No es el caso después de tantos engaños. Más bien es expresión de que el fin del sistema político que construyó la Revolución —según argumenta el periodista Antonio Navalón— no ocurrió en 1997 cuando el PRI y el presidente perdieron la Ciudad de México y el control de la Cámara de Diputados; ni cuando perdieron Los Pinos en 2000. La transición política de nuestro país aún no ocurre. Quizás estemos cerca de verla.
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