Se dice que el primer mundo está girando hacia la derecha. Las elecciones francesas de este domingo confirman —a primera vista— ese pronóstico, no sólo porque el frente ultraconservador que lidera Marine Le Pen disputará seriamente la presidencia de ese país el próximo domingo 7 de mayo, sino porque el adversario a vencer, Emmanuel Macron, también tuvo que moverse hacia la derecha para ganarse la simpatía de la cuarta parte de los electores franceses.

En el Reino Unido, la primera ministra Theresa May logró el respaldo de la Cámara de los Comunes para anticipar las elecciones generales de aquel país, que ahora tendrán lugar el 8 de junio, en un escenario donde los conservadores estarían frisando la mayoría absoluta, frente a una muy anunciada caída de los laboristas. ¿Y para qué insistir en lo que ha venido sucediendo en Estados Unidos? Acaso, sólo para recordarnos que antes de ganar las elecciones presidenciales, casi todo el mundo aducía que el triunfo de Donald Trump era inimaginable. Un recuerdo que no debe olvidarse ante las próximas elecciones de Francia, del Reino Unido y, hacia el próximo otoño, de Alemania.

¿Pero de veras está girando el primer mundo hacia la derecha? ¿O se trata de un fenómeno diferente que no pasa tanto por las ideologías políticas convencionales, cuanto por el abandono del Estado del bienestar y por la consecuente derrota del régimen de partidos? Quienes están ganando las elecciones no son los partidos tradicionales, ni las narrativas que construyó el siglo XX. A pesar de su vigencia ideológica, derecha e izquierda son referencias que cada vez dicen menos sobre las verdaderas ofertas políticas en disputa y menos aún sobre las emociones y las pulsiones sociales que están llevando a la gente a elegir gobernantes. No porque carezcan de contenidos sustantivos, sino porque esas categorías no resuelven el miedo al futuro.

Si se mira con más cuidado, se observará que los conservadores pueden ocupar cualquier sitio, pues más que una ideología —como nos lo hacía ver Norberto Bobbio— el espíritu conservador es una mentalidad. Una mentalidad que aspira a mantener el orden establecido o, peor aún, a volver hacia el orden perdido. Si los ponemos a la derecha, es porque los nacionalismos y las nuevas versiones del populismo que hoy recorren el mundo ofrecen combatir a los molinos de viento que amenazan la vida de las personas, individualmente: todo aquello que pone en riesgo su empleo, su estabilidad personal, su seguridad cotidiana.

El miedo a perder lo que se ha ganado o a enfrentar un mundo incierto, es mucho más potente para explicar la conducta de los electores que votan por esos nuevos nacionalismos rampantes. Los partidarios de esa mentalidad no miran hacia el futuro, sino hacia el pasado amenazado o idílico; no apuestan por cambiar las circunstancias que nos agreden, sino por personalizarlas en enemigos tangibles; no ofrecen un horizonte distinto, sino una vuelta a la tierra prometida; explotan el egoísmo en contra de la solidaridad y marcan a la sociedad —tal como lo escribió Carl Schmitt— entre amigos y enemigos irreconciliables.

Pero todo eso ha sucedido porque, de su lado, las izquierdas no lograron cumplir sus promesas igualitarias. La versión del mundo que construyeron no logró sostenerse a lo largo del tiempo. Y aun así, lo que la gente sigue esperando —en Europa o en cualquier otra parte de la tierra— es una forma de organización política que le devuelva la esperanza en su futuro inmediato. Por eso abjuran de los partidos políticos y buscan por otros lados. Si alguien consiguiera explicarles que la única forma de vencer el miedo es actuando colectivamente, para garantizar los derechos ganados sin egoísmo, la política seguiría un curso distinto. Pero esa ya es otra historia.

Investigador del CIDE

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