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En las últimas semanas, el Poder Judicial ha sido motivo de una amarga atención mediática. De un lado, por el aciago descubrimiento de un automovil vinculado con un alto funcionario del Consejo de la Judicatura Federal, con el maletero cargado de dinero en efectivo; de otro, por la polémica desatada por los sueldos y las prestaciones de los magistrados del Tribunal Electoral; más allá, por la disputa política y jurídica que despertó la recomposición de ese poder en la Constitución de la CDMX.
A pesar de su indiscutible importancia para la vida del país, los pasillos de ese Poder han permanecido más o menos ocultos y más o menos impermeables a los imperativos de apertura, austeridad y rendición de cuentas que, al menos paulatinamente, ha traído consigo nuestro difícil tránsito a la democracia. Sería injusto afirmar que nada se ha movido en ese espacio de la vida institucional de México. Pero la verdad es que hasta ahora se ha tratado de un tema reservado para los iniciados: el territorio de los abogados y de los especialistas, que pelean por esa zona exclusiva de su oficio con ahínco. El resto de la sociedad, en cambio, conoce poco y mal de los intrincados laberintos entre los que vive ese Poder.
Aventuro la hipótesis de que la visibilidad del Poder Judicial ha sido menos exigida que la del Ejecutivo o el Congreso, porque sus integrantes no son electos directamente por el pueblo. Y por ese motivo no están expuestos —aparentemente— a las rudas contiendas por hacerse del poder que se registran en esos otros lugares de la vida pública. Por lo demás, el lenguaje y las rutinas propias de los procesos judiciales, en sus múltiples variantes, son simplemente inaccesibles para la mayoría de los mortales.
Cualquier persona que haya tenido contacto con un juicio sabe que importa tanto lo que se dice en ellos como lo que se mantiene en reserva, el modo en el que se emplea el lenguaje tanto como el contenido, y las estrategias y los guiños que no quedan registrados en ninguna parte, más que las palabras asentadas en los expedientes judiciales. Entrar a los pasillos de ese Poder definitivo es como entrar a otro país, donde se habla un idioma intraducible y donde es imposible reconocer a nadie —aunque todos se conozcan. El Poder Judicial de México —y especialmente el de las entidades federativas— sigue ocupando alegremente el indescifrable Castillo de Franz Kafka.
Es verdad que la Suprema Corte de Justicia responde a otros patrones. El máximo tribunal de México ha sabido abrirse al escrutinio público de motu proprio y ha generado una sensación de seriedad profesional que irradia hacia la base del Poder que ejerce. Pero aun en esa zona de seguridad, todos sabemos que la austeridad republicana no es su fuerte y que la autonomía de la que gozan para decidir su vida interna es la envidia de cualquier político. De paso, el prestigio de la Corte ha tendido un velo protector sobre el resto de los tribunales, que ha contribuido a mantener intacto el sigilo de su operación y la distancia de la vigilancia pública.
Tengo para mí que ha llegado el momento de abrir la concha de los poderes judiciales y de romper los muros que los aíslan del resto de la sociedad. Es hora de asumir que el Estado mexicano es mucho más que el Presidente en turno y mucho más complejo que la política trenzada en el Legislativo. De hecho, es imposible combatir la corrupción del régimen en su conjunto, sin contar con garantías plenas sobre el desempeño de los jueces.
Es un buen signo que haya llegado ya la hora de escudriñar en las entrañas del Poder que dice la última palabra del Derecho en México y de cuya actuación depende, de manera contundente, el cumplimiento exacto de las leyes. Aunque sea por muy malas razones, sean bienvenidas las luces encendidas sobre los patios interiores de ese Poder que todavía nos resulta tan ajeno.
Investigador del CIDE