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Faltó la narrativa y falló el cálculo del tiempo. El proyecto de Constitución que presentó el jefe de Gobierno de la Ciudad de México ha recibido una auténtica paliza: la que se esperaba, la que era previsible por el caudal de intereses afectados y políticos que están en juego, más la que se ha venido acumulando por quienes se han cebado en sus defectos, sin haber mostrado siquiera la intención de rescatar algo en sus virtudes.
Este no debate —esta elocuente manifestación de nuestra incapacidad de debatir a fondo— representa algo más que el signo de los tiempos que vivimos. Nos insultamos porque carecemos de una narrativa más o menos compartida: porque no tenemos guías para leernos mutuamente, sino enconos, intereses y prejuicios. Es la ausencia de una narrativa que tampoco fue ofrecida en su momento por quienes colaboramos en el proyecto duramente criticado y que hoy, a falta de una explicación pausada y del tiempo y de los medios necesarios para divulgarla, está pagando las consecuencias del apremio.
Sin embargo, el proyecto no puede ser desechado por completo por quienes hoy tienen la responsabilidad de redactar una Constitución para la capital. Ofrezco razones para volver al optimismo: la primera es que no estamos ante la refundación de la República, sino ante la obligación de hacer una Constitución local que, además, está limitada de antemano por la reforma política de la Ciudad. Nada de lo que se escriba puede contradecir lo que ya dice la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos —y especialmente su Artículo 122—, ni tampoco el contenido de los tratados internacionales que nos rigen. Se trata de fijar, eso sí, la carta de navegación más relevante para la Ciudad. Nada más, pero nada menos.
De aquí la ambición del proyecto —proyecto: borrador, escrito previo sujeto a corrección— en cuanto al listado de derechos que sí pueden ser ampliados. Nada debe contradecir a la Constitución general, pero no hay razón alguna para no extender esos derechos y entregarle a los capitalinos los medios para exigirse mutuamente que se cumplan. No todos dependen del dinero disponible. Eso es mentira: la mayoría depende de la construcción de una cultura democrática que quiere devolverle a los propios ciudadanos la responsabilidad de dignificar su vida cotidiana.
Cada uno de esos derechos añadidos (o ratificados) ameritaría una reflexión de fondo. Un debate razonable entre personas informadas y civilizadas. Señalo apenas dos ejemplos: poner orden al comercio ambulante, llevando ese amplio territorio del caos a la formalidad, exige reconocerlo previamente en la Constitución local; de otro modo, resultaría imposible; o evitar que la prostitución siga siendo una de las vías privilegiadas para la trata de personas, con total impunidad para los proxenetas, pasa necesariamente por darles protección a las personas que la ejercen. Los críticos han pasado el cuchillo muy de prisa por derechos como éstos, ignorando que la vida de la Ciudad existe, caótica, a pesar de sus prejuicios.
Ampliar derechos a los habitantes de la CDMX y debatir con seriedad cada uno de ellos; devolver a los ciudadanos el control democrático del ejercicio de la autoridad; y garantizar el derecho inalienable a una buena administración de los asuntos públicos constituyen los ejes de esa narrativa que nunca se escribió. Pero admitir ese defecto no equivale a renunciar al contenido sustantivo de las propuestas que quedaron plasmadas en ese largo borrador, ni mucho menos a dejar de señalar —como alguna vez lo dijo Juan Villoro durante las deliberaciones del grupo redactor— que los autores del texto que será definitivo harían muy mal si creyeran que corregir es simplemente desechar. Los constituyentes no están ahí para cancelar nuestra esperanza, sino para redimirla.
Investigador del CIDE