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Se ha puesto de moda decir que el gobierno mexicano hizo gala de visión profética al invitar a Donald Trump a México hace poco más de dos meses. Es un debate extraño, sobre todo si convenimos que el escenario menos deseable para México era precisamente la victoria de Trump. Para acabar con las confusiones vale la pena repasar el estado de la contienda presidencial estadounidense en aquellos últimos días de agosto. Donald Trump atravesaba por la peor crisis de su campaña. Se había peleado con Khizr Khan, el padre del capitán Humayun Khan, héroe de guerra muerto en Irak. Sus índices de aprobación habían caído a su punto más bajo en más de un semestre y había despedido a su director de campaña para contratar, como último recurso, al ultra-conservador Stephen Bannon. La crisis era tal que The Upshot, el sitio especializado del New York Times, le daba a Trump poco más de 10% de probabilidades de llegar a la Casa Blanca. Fue en ese contexto que el gobierno mexicano recibió a Trump. En otras palabras: el peor escenario para México, la pesadilla de un gobierno trumpista, se veía objetivamente más lejos que nunca.
A pesar de ello, el presidente Peña Nieto decidió abrirle a Trump las puertas de Los Pinos, regalándole argumentos fundamentales para, primero, renovar la narrativa de su tambaleante campaña y, después, proyectar la fuerza y viabilidad que tanta necesitaba en un momento de particular debilidad. Es decir: el supuesto gobierno “visionario” de México quiso evitar el peor escenario, pero lo único que consiguió fue aumentar las probabilidades de que ocurriera. Aunque es absurdo suponer que la visita a México dio el triunfo a Trump, no cabe duda de que se fue de México con lo que quería. Si alguien lo duda puede buscar el anuncio “Greatness of heart” que grabara Ivanka, la hija de Trump, unos días antes de la elección. “Mi padre tiene la fuerza y la habilidad para ser nuestro próximo presidente”, dice Ivanka. ¿Qué imágenes ilustran ese segmento del anuncio? El encuentro entre Trump y Peña Nieto. ¡Vaya visión!
La otra posibilidad, por supuesto, es que el gobierno mexicano siempre haya visto a Trump como una oportunidad. Esa es la impresión que uno tiene al repasar las reacciones del propio Peña Nieto y varios miembros de su gabinete después del resultado electoral del martes. El presidente subrayó su intención de colaborar con Trump, mientras que la canciller Ruiz Massieu se dijo dispuesta a conversar sobre una “modernización” del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. El secretario de Hacienda Meade, Canciller durante el encumbramiento de Trump en el partido republicano, recomendó calma y se dijo convencido de que su antecesor, Luis Videgaray, había tenido razón: “nada hay como voltearse a ver a los ojos, como estrechar la mano, como el deseo de construir para tener espacios de confianza”, dijo Meade, romántico.
Es evidente, pues, que el gobierno mexicano cree que puede trabajar con Trump en términos que beneficien a México. En Los Pinos parecen suponer que lo dicho en campaña es solo eso: dichos de campaña. Parecen confiar en su capacidad para moldear la agenda bilateral con el nuevo gobierno de Estados Unidos y, crucialmente, para contener al propio Trump. Están convencidos de poder domar al tigre.
Es posible que tengan razón. Después de todo, el precedente de la reunión en México podría, tal vez, ganarle algo de buena fe a Enrique Peña Nieto. Quizá el gobierno pueda tratar en los mejores términos con Trump para que modere su pavorosa agenda en función de nuestro país: la modificación profunda del TLCAN (en los términos que Trump quiera, bajo amenaza de borrarlo de un plumazo), la militarización de la frontera, la deportación de millones de mexicanos indocumentados, la construcción y pago del muro mediante chantajes usando el envío de remesas o tarifas comerciales. Es posible, pues, que nuestro Chamberlain de Los Pinos someta a su amigo fascista. Es posible…pero improbable.
Baste un botón de muestra: el trato a los indocumentados mexicanos en Estados Unidos, la política de deportaciones y la seguridad fronteriza. En las primeras horas después de su triunfo, Donald Trump consolidó su vínculo con el secretario de Estado de Kansas, Kris Kobach, a quien nombró parte central de su equipo de transición en política migratoria. ¿De quién estamos hablando? En pocas palabras, del demonio. Kobach es el arquitecto de la SB1070, la ley anti-inmigrante de Arizona que amenazó con perseguir, desde el perfil racial, a cientos de miles de hispanos. Kobach gusta de promover medidas enloquecidas, incluida la construcción del muro, redadas en centros de trabajo, la cancelación de las acciones ejecutivas de Barack Obama (que protegen de la deportación a cerca de un millón de jóvenes indocumentados) y el aumento de las deportaciones hasta donde el sistema lo permita. En una entrevista reciente, Kobach dijo que hay un “vasto potencial” para crecer el “nivel de deportaciones” además de asegurar que Trump buscará nuevos fondos para construir un muro “a gran escala”.
Kris Kobach no es, por ahora, una figura marginal en el proyecto del nuevo presidente de Estados Unidos. Sus ideas, radicales hasta para los radicales, destruirían la vida de millones de mexicanos en Estados Unidos y complicarían considerablemente la relación bilateral. Como Kobach, me temo, hay muchos otros satélites del trumpismo, hombres de furia que han visto llegar su momento. Ahí está también Daniel DiMicco, probable representante de comercio de Trump, quien ya ha amenazado con una renegociación radical del TLC: “a México le convendrá renegociar el TLC, pero si todo sale mal ya no habrá más TLC”, dijo en una entrevista hace unos días. Esperemos que el “visionario” gobierno mexicano esté preparado para enfrentar a este tipo de… socios.