En la última semana he dedicado varias horas a conversar por teléfono con Javier Fernández, padre de Daphne, la adolescente violada en enero del año pasado por un grupo de cuatro jóvenes hoy conocidos como Los Porkys de Costa de Oro. Encontré a un hombre lúcido, elocuente, lleno de coraje y valentía, un hombre que lleva quince meses buscando la dignidad que sólo otorga la justicia. Javier, claro está, también es un hombre triste. Y lo es porque se da cuenta de la triple tragedia que es el caso de su hija. Primero, sobra decirlo, el crimen de enero de 2015 es una desgracia por Daphne misma. Escuchar a un padre narrar la violación de su hija es desgarrador, pero Fernández lo hace con ecuanimidad y fuerza. Daphne metida a la fuerza en un automóvil donde la esperaban cuatro tipos. Daphne violada dentro del auto por dos de ellos. Daphne arrastrada a la recámara del dueño del auto, violada en un baño. Daphne tomando fotografías de los moretones en su pecho y sus piernas. Daphne deprimida, paralizada por ataques de pánico. Daphne y su vida rota, la única víctima de este crimen.

El caso también es una tragedia porque revela nuestra incapacidad para comportarnos de manera mínimamente ética. La reacción de los muchachos responsables de la violación, sus padres y su círculo de amistades fue de una crueldad y un cinismo inusitados. Antes que controlar sus pasiones más bajas, disculparse y estar a la altura de la gravedad del problema, todos los actores que agraviaron a Daphne conspiraron después para hacerle la vida todavía más imposible. No sólo eso: incitaron al escarnio social más primitivo para intentar liberarse de su responsabilidad en el crimen. De acuerdo con el padre de la chica, familiares de los jóvenes se encargaron de difundir mentiras repugnantes, todo para ensuciar el nombre de quien había tenido la valentía de denunciar un crimen. Es una vergüenza por el hecho mismo, pero también porque las familias de los jóvenes y sus amistades en Veracruz desaprovecharon una oportunidad de oro para dar una lección moral no sólo a sus hijos sino al resto de la sociedad veracruzana y, en última instancia, al país entero. Lo que consiguieron, en cambio, fue perpetuar algunos de los vicios más graves de nuestra sociedad, demonios cuya ferocidad subestimamos frecuentemente: el clasismo, el influyentismo, las palancas, el prejuicio social. En este contexto, vale la pena ponderar la decisión de la Universidad del Valle de México, plantel Boca del Río, de marginar a tres de los responsables hasta que el caso se esclarezca. Esa, y no otra, es la reacción correcta cuando existe incluso la sospecha de algo como lo que sucedió con Daphne Fernández.

Por último, por supuesto, el caso es una tragedia porque ha puesto de manifiesto a muchas de las enormes carencias de nuestro sistema jurídico. El procurador de Veracruz podrá cantinflear todo lo que quiera, pero nada justifica la demora del caso, su “congelamiento”, como con toda claridad lo describiera Ana Laura Magaloni el fin de semana. La incapacidad sospechosa en la procuraduría veracruzana refuerza la noción de que en México la justicia funciona sólo para los poderosos. Los que se encuentran escalones abajo pueden despedirse de la posibilidad de verse favorecidos por el sistema jurídico de su país. Hace unos días, cuando le pregunté a Javier Fernández por qué había desestimado la posibilidad de denunciar con las autoridades veracruzana, me respondió de la manera simple y contundente: “Nunca confié en ellos, sabía que nos iban a fallar”. Cuando, desesperado, finalmente decidió atender la vía legal, se encontró con un sistema que justificó todos sus temores. Su búsqueda de justicia enfrentó uno y mil obstáculos, la mayoría de ellos difíciles de justificar. No me sorprende que Fernández se diga traicionado por su país.

En suma, las lecciones que nos deja el terrible caso de la violación de Daphne Fernández no podrían ser más tristes. México podrá avanzar en lo que quiera, podrá convertirse en una potencia económica si alguna vez se da el milagro, pero el alma del país permanecerá rota mientras la justicia sólo sea para unos cuantos, mientras padres como Javier Fernández permanezcan solos contra el sistema, aterrados por las consecuencias de su valentía, buscándole a sus hijos un destino muy lejos del sitio que los vio nacer.

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