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Una de las partes más polémicas de la reciente propuesta de ley migratoria de Donald Trump y senadores ultra-conservadores, que lo acompañan, es la idea de que los inmigrantes a Estados Unidos deban hablar inglés desde el momento de solicitar su visado para poder ser considerados e ingresar a este país. La idea no es nueva. Ya a finales del siglo XIX, el senador nativista Henry Cabot Lodge impulsó una ley que exigía una prueba de conocimiento práctico del inglés para inmigrantes, peregrina idea producto de la fanática “Liga de Restricción Migratoria”, predecesora inmediata de la agenda que hoy vemos. Años después, en 1917, el nativismo estadounidense ganó otra batalla con la aprobación de la polémica ley de inmigración de ese año, entre cuyas restricciones estaba negar el acceso a Estados Unidos a “imbéciles”, “alcohólicos”, “polígamos” y una larga lista que incluía, también, a los analfabetos. El sistema propuesto la semana pasada por Trump y los suyos sigue este mismo camino, asignando puntos a las aspiraciones de cada votante potencial en función de su edad, educación, experiencia y perspectivas laborales y, crucialmente, el manejo del idioma inglés.
La pregunta es: ¿tiene —y tenía —sentido exigir conocimiento pleno del inglés a quien emigra a Estados Unidos? De acuerdo con la agenda nativista, el manejo correcto del inglés facilita la asimilación al país adoptivo. Es absurdo argumentar lo contrario: en efecto, hablar el idioma del lugar al que uno llega abre puertas con mayor facilidad. Pero una variable, que ayuda a la asimilación, no puede ser equivalente a un defecto que excluye. La historia estadounidense está literalmente hecha de inmigrantes que llegaron con algunos cambios de ropa bajo el brazo, sin una oferta de empleo, sin estudios superiores de ningún tipo y, claro, sin un manejo fluido del idioma local. Es la historia misma de la migración humana, en Estados Unidos y el mundo.
Los ejemplos se cuentan, seguramente, en los cientos de millones, pero el debate actual bien podría concentrarse en las familias de muchos de los republicanos que hoy impulsan la ola restrictiva. Volvamos, querido lector, a un ejemplo del que hablamos hace años en este mismo espacio: la familia del presidente Trump. Su abuelo Friedrich llegó a Estados Unidos en 1885, procedente de Alemania. Tenía 16 años y hablaba, en el mejor de los casos, un inglés absolutamente rudimentario. Lo más probable, incluso, es que Friedrich no hablara inglés en lo absoluto, cuando vio por primera vez las luces de Nueva York. Tampoco tenía mayor preparación académica. Era, de hecho, aprendiz de barbero. ¿Eso le impidió construir una vida aquí? Todo lo contrario. El joven Friedrich aprovechó la generosidad de su nuevo país, aprendió inglés, se hizo ciudadano y comenzó a construir un imperio que luego ampliaría su hijo Fred. Fred, por cierto, se casó con Mary McLeod, una mujer nacida en Escocia, donde hablaba gaélico como primera lengua. Es decir: la madre de Donald J. Trump, presidente de Estados Unidos, tampoco hablaba inglés fluido al emigrar al país. Un breve ejemplo más: casi cien años después del arribo de Friedrich Trump, la que llegó a Estados Unidos, fue la modelo checa Ivana Zelníčková, quien con el tiempo se convertiría en la primera esposa de Donald Trump y madre de sus tres hijos mayores, Donald, Ivanka y Eric. ¿Hablaba inglés fluido al llegar a América? No.
¿Y qué hay de la familia de Jared Kushner, yerno y asesor supremo de Trump y padre de tres de sus nietos? Joseph y Rae Kushner, abuelos de Jared, emigraron a Estados Unidos después de la Segunda Guerra, sobrevivientes del Holocausto. ¿Hablaban inglés perfectamente? Evidentemente no. Con todo y esa desventaja —que su nieto hoy parece considerar factor de exclusión migratoria —los Kushner construyeron una potentísima empresa inmobiliaria, definición misma del éxito posible en Estados Unidos.
Hay otros ejemplos en el círculo de nativistas que rodean a Trump. La bisabuela de Stephen Miller, uno de los más repugnantes arquitectos del discurso anti-inmigrante de Trump, no hablaba inglés cuando llegó a Estados Unidos a principios del siglo XX. ¿Y qué hay de los bisabuelos de Kris Kobach, quizá el más agresivo ideólogo anti-inmigrante de la última década, el verdadero villano detrás de muchas de los proyectos del gobierno estadounidense? Los antepasados de Kobach llegaron de Alemania y Noruega en el siglo XIX. Eran granjeros y naturalmente no hablaban bien inglés. Hoy, su bisnieto se dedica día y noche a darles un portazo a las aspiraciones de millones.
Hay algo moralmente repugnante en todo esto. En lo personal, me cuesta trabajo entender cómo los Trump, Kushner, Miller y Kobach del mundo pueden escupir en la tumba de sus antepasados, sin cuya valentía y esfuerzo no estarían en el mundo. Lo digo, además, con conocimiento de causa. Mis bisabuelos y abuelos, como los de Jared Kushner, llegaron a México, escapando del exterminio Nazi. No hablaban una palabra de español cuando caminaron por primera vez por las calles de México. Aprendieron poco a poco. Con el tiempo encontraron un sitio en su nuevo país, ejerciendo oficios humildes y honrados. No construyeron imperios como los Trump y Kushner, pero enseñaron a sus descendientes el amor a un país nuevo y generoso, patria en lo más profundo. Y los Krauze Kleinbort se hicieron más mexicanos que el mole. Lo somos hasta hoy y lo seremos siempre. Esa es la verdadera naturaleza de los inmigrantes.