Durante la campaña presidencial del 2016 tuve la oportunidad de entrevistar a Bernie Sanders. Apenas unos días antes lo había escuchado defender los supuestos logros del gobierno cubano en un debate organizado por Univisión en Miami y decidí preguntarle por el fracaso del proyecto chavista en Venezuela, que ya para entonces era una tragedia que pintaba para volverse una catástrofe. A Sanders no le gustaron mis preguntas. Molesto e impaciente, se negó a responder cuando le pedí que me explicara, con la misma convicción con la que había defendido lo supuestamente rescatable de régimen de Fidel Castro, la criminal erosión de la economía, la seguridad y la libertad en Venezuela. “Estoy enfocado en mi campaña por la presidencia de Estados Unidos”, me dijo Sanders una y otra vez, como si solicitarle una opinión sobre la crisis venezolana a un aspirante a la Casa Blanca le resultara una insensatez periodística. La entrevista duró poco y terminó mal. ¿Qué había ocurrido? No era solo que le hubiera parecido prioritario hablar de otras cosas; sucedía, a mi entender, que Sanders —quien se identifica plenamente como socialista— no tenía intención alguna de someter sus apegos ideológicos al filtro de la realidad.

Esta curiosa alergia a la autocrítica no es exclusiva de Bernie Sanders. Contagia a buena parte de la izquierda mundial. Otro caso reciente ha sido el del líder laborista inglés Jeremy Corbyn, socialista afín a Sanders. Admirador de Hugo Chávez, Corbyn tampoco ha encontrado la convicción moral para denunciar los abusos de Nicolás Maduro. Ha preferido, en cambio, refugiarse en vaguedades demagógicas, lamentando, por ejemplo, la violencia “de ambos lados”. Esto es, sobra decirlo, una aberrante pretensión de equivalencia similar a la que acaba de cometer Donald Trump como respuesta a la violencia racial en Virginia. Como ocurre siempre en casos de represión como el que se vive hoy en Venezuela, la “violencia” que practica el gobierno no tiene comparación alguna con la supuesta “violencia” con la que responden los reprimidos. Pretenderlo es cínico y perverso. Sucede, por desgracia, que Corbyn, como Sanders, parece incapaz de liberarse de sus apegos ideológicos para pensar, aunque sea por un momento, en el pueblo venezolano.

¿Sucede lo mismo con nuestra izquierda? En gran medida, sí. La ceguera ideológica contagia a innumerables merolicos que, en redes sociales y la prensa, insisten en defender la “democracia” venezolana a pesar del evidentísimo atropello a las instituciones que representó, por ejemplo, la fraudulenta votación para instalar la nueva asamblea constituyente. Peor todavía: encuentran justificaciones para la detención de presos políticos, arrastrados de sus casas a la mitad de la noche, y se revuelven para hacer del madurismo una víctima más del imperialismo estadounidense o los misteriosos conjuros de la derecha. Ignoran los hechos, los datos y el desconsuelo concretísimo de los venezolanos de la misma manera como han desechado, por décadas, la zozobra de los cubanos de carne y hueso que han tolerado más de medio siglo de dictadura. ¿Por qué lo hacen? Porque sufren, supongo, de la misma enfermedad que Sanders y Corbyn: la defensa del dogma antes que la defensa del pueblo. Singular confusión, por decir lo menos.

En todo esto, inesperadamente, encuentro una leve esperanza en la figura de Andrés Manuel López Obrador. Hace algunos meses, cuando lo entrevisté largamente en su casa de campaña, López Obrador reconoció que Leopoldo López —entonces detenido, luego liberado y hoy preso otra vez— había sido víctima de un acto de represión. Le pregunté si López debía estar en libertad. “Sí”, me respondió. “Él y todos los presos de conciencia del mundo. No creo yo que se resuelvan las cosas con represión, con cárcel.” López Obrador fue más allá declarando una obviedad que, sin embargo, resulta refrescante en estos tiempos de la ceguera autocrítica de la izquierda. Culpó de la crisis venezolana a los “dirigentes”: “no es responsabilidad de los pueblos”, me dijo, hablando de la crisis venezolana, “es responsabilidad de la dirección política”. En la misma entrevista, por desgracia, López Obrador elogió con entusiasmo la “democracia” venezolana, atribuyó parte de la tragedia en aquel país a un mero problemilla de “comunicación” entre Maduro y “la gente” y se desvivió en halagos para Hugo Chávez. Aun así, encontré al líder de Morena dispuesto aunque fuera a un mínimo ejercicio de crítica del gobierno venezolano, con el que muchos en su partido simpatizan, algunos de manera fanática. Quizá por eso sea tan lamentable que ese López Obrador, al menos medianamente resistente a esa alergia al análisis crítico que aqueja a sus colegas Sanders y Corbyn, no se manifieste con más claridad en contra de los múltiples abusos represivos a los que el madurismo, esa bastardización del chavismo (y vaya que ya es decir), ha sometido a los venezolanos, uno de los “pueblos” a los que los líderes de izquierda juran defender. La indignación selectiva es —digámoslo en términos que le gustarían a López Obrador— impropia para las aves que cruzan incólumes los pantanos, incorrecta en los hombres de buen corazón. Quiero pensar que López Obrador lo sabe. Ya tendremos oportunidad de averiguarlo, y juzgarlo en consecuencia.

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