A lo largo de los últimos 15 años he tenido el privilegio de escuchar cientos de historias de inmigrantes mexicanos en Estados Unidos, muchos de ellos indocumentados. Desde Mayra, la madre que entrevisté en Tijuana, desesperada por volver a las dos hijas que había dejado en Utah tras ser deportada por manejar, por unos cuantos metros, con los faros del auto apagados, o la de Jessica, una jovencísima soñadora que tuvo que aprender a trabajar para ayudar a su madre tras la deportación de su padre, todas y cada una de las historias me han conmovido. Pocas, sin embargo, me han tocado el corazón —y me han indignado— como la de Jesús Lara.

Jesús nació en un rincón de Chiapas, a dos horas de Tapachula. Perdió a su padre siendo un niño y asumió, como tantos otros jóvenes mexicanos que tienen que lidiar con la ausencia de la figura paterna, el papel de proveedor y protector. Por años ayudó a su madre y a sus hermanas. Pero el trabajo y las oportunidades eventualmente escasearon y Jesús tomó la decisión de emigrar con la única intención de cumplir con su deber filial y fraterno: el cuidado de la madre es, después de todo, uno de los mandamientos de la mexicanidad.

Jesús llegó a Estados Unidos a los veintiún años. Primero fue a Florida, donde encontró trabajo en los campos. Después de un tiempo emprendió de nuevo el rumbo hacia el norte donde finalmente echó raíces en Ohio, destino poco común para los hispanos, a pesar de que el área alrededor de la ciudad de Columbus, por ejemplo, ha registrado un aumento constante de inmigrantes desde 1990. Jesús trabajó de nuevo en el sector agrícola hasta que finalmente se hizo de un empleo empacando galletas en la empresa Pepperidge Farms de Willard, una pequeña ciudad de apenas 6 mil habitantes. Ahí conoció a su esposa, con la que tuvo cuatro hijos, todos estadounidenses de nacimiento.

Poco a poco, Jesús construyó una vida. Se hizo de una pequeña casa con un jardín que él mismo podaba para relajarse; montó una canasta de basquetbol para jugar con sus hijos; se compró una parrilla para invitar a los amigos los fines de semana. Jesús Lara se convirtió, desde cualquier consideración posible, un inmigrante modelo en Estados Unidos: un padre de familia respetuoso y productivo, querido y valorado por su comunidad. Uno de esos inmigrantes de los que está hecha la historia misma de este país.

Por desgracia, en 2008, Jesús cometió un error. Al igual que miles de inmigrantes, Jesús salía todos los días a trabajar sin licencia de conducir (los inmigrantes indocumentados no pueden obtenerlas en Ohio). Un mal día, la policía lo detuvo y Jesús tuvo que aceptar que manejaba sin la documentación requerida. El arresto desembocó en una orden de deportación. Jesús apeló el veredicto, pero fracasó en el intento. Durante los años de Obama, Jesús evitó ser enviado de vuelta a México porque casos como el suyo no eran prioridad para el gobierno, concentrado en ejecutar la expulsión de indocumentados acusados de crímenes mucho más graves que simplemente sentarse al volante sin licencia. Pero la llegada de Donald Trump lo cambió todo. Para Trump, Jeff Sessions y la caterva de nativistas que los acompaña, manejar sin licencia es falta suficiente como para acelerar la exclusión de gente como Jesús, decretando, así, la orfandad de facto de sus cuatro hijos, que son —no está de más repetirlo— ciudadanos estadounidenses. En el Estados Unidos de 2017, una infracción de tránsito puede llevar a perder una vida construida tras casi dos décadas de participación cívica responsable, profundo esfuerzo y amor. La cima de la crueldad.

Pedro Ultreras, periodista de Univisión, acompañó a Jesús Lara en sus últimas horas en Estados Unidos. Lo vio jugar y reír con sus hijos, rezar a la mesa antes de comer y despedirse de los suyos en el aeropuerto. El reportaje de Ultreras está en línea, querido lector. Lo invito a verlo. Tenga usted la valentía de ver el llanto de los niños. Mientras observa las lágrimas y la enorme tristeza de ver partir al padre, piense en lo que le espera a esos muchachos. Y luego siga la narración de Ultreras, quien también siguió a Jesús en su regreso a Chiapas. Lo vio subir al avión, llegar a Tapachula y viajar dos horas bajo la lluvia por los sinuosos caminos chiapanecos hasta su pueblo natal. Véalo abrazar a los que dejó atrás y escuche la confesión de su madre, que cuenta, partida de dolor, la angustia de ver llorar a su hijo, abrumado por la nostalgia. Por último, lector, pregúntese qué le queda a este hombre, qué puede hacer ahora Jesús Lara, mexicano como usted y como yo. ¿Encontrará un sitio, un empleo, una vida en ese rincón de Chiapas, al que no ha vuelto en dieciséis años? ¿Cómo podrá volver a abrazar a sus hijos y su mujer? ¿Trayéndolos de vuelta a México, desarraigándolos de tierra estadounidense, de su país, del único país que conocen? ¿O cometerá la locura —la absolutamente comprensible locura, pensando en la angustia de un padre— de intentar emigrar de nuevo, arriesgándolo todo, incluido el riesgo de terminar en la cárcel por años en Estados Unidos? La de Jesús Lara, tragedia de nuestro tiempo. Hay que verla de frente.

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