Dentro de algunos años, cuando alguien escriba la historia del gobierno de Enrique Peña Nieto, el hipotético narrador tendrá que dedicar un largo capítulo a la ingenuidad con la que el presidente de México ha tratado a Donald Trump. Mucho se ha escrito ya sobre la torpeza con la que nuestro gobierno enfrentó el reto de un candidato abiertamente nativista y antimexicano durante la campaña presidencial estadounidense. Por desgracia, la cadena de desatinos ha continuado ya con Trump en la Casa Blanca. El episodio más reciente ocurrió en París, cuando Enrique Peña Nieto de nuevo permitió a Trump robarse la narrativa del encuentro con un exabrupto que no encontró respuesta. Y aunque puede ser cierto que la operación de la relación bilateral a puerta cerrada ha caminado mejor, nadie en el círculo cercano al presidente de México parece entender que, cuando se trata de lidiar con un narcisista sin redención, lo que ocurre a puerta cerrada y el hilado diplomático fino importan poco si no se cuenta con destreza para el manejo de lo visible, de lo teatral, del tamaño de quien aparece en el escenario. En palabras de House of Cards: “En la política, la estatura lo es todo”.

Si Enrique Peña Nieto ha sido, quizá, el líder menos afortunado (estoy siendo generoso) en el trato con Donald Trump, Emmanuel Macron se lleva las palmas en el oscuro arte de administrar el ego del presidente de Estados Unidos. En un notable artículo publicado hace unos días en The New Yorker, el veterano reportero Adam Gopnik explicaba la estrategia del joven presidente francés. “Macron piensa que ha detectado en Trump la misma vulnerabilidad que Obama pensó que tenía: una ausencia de creencias e ideología y una persona que opera a través de un deseo desesperado por gustar”. Es por eso, explica Gopnik, que Macron recibió a Trump en París con enorme fastuosidad y ceremonia, una puesta en escena evidentemente diseñada para dar un masaje al ego del presidente estadounidense. El paseo incluyó una visita a Los Inválidos, un asiento de honor en el desfile militar del Día de la Bastilla y, crucialmente, una cena en todo lo alto de la Torre Eiffel, en el restaurante Jules Verne, diseñado y operado para atrapar turistas que quieran “sueños y magia”, como anuncia el lugar en su página de internet. En otras palabras, Macron recibió a Trump como el turista más consentido de la historia moderna de Francia.

Para sorpresa de nadie, Trump quedó fascinado. Aunque no entendió por qué la banda militar francesa interpretó un poco de Daft Punk (la sonrisa de Macron revela claramente su lado más travieso), seguramente se sintió tratado como él, Donald J. Trump, merece ser tratado. Subió al avión de vuelta a Estados Unidos encantado con su nuevo amigo Emmanuel, que sí sabe darle el lugar que merece, no como todos los otros que lo tratan como un paria. A Gopnik, sin embargo, la táctica psicológica de Macron le parece destinada al fracaso. “A los narcisistas se les puede manipular pero no se les puede manejar”, escribe Gopnik. “Incluso cuando ven un desfile, se sienten miserables, recordando más los desaires que han sufrido que los sitios memorables que han visto”. Gopnik tiene cierta razón en cuanto a la psicología narcisista, pero se equivoca al descartar el éxito del acercamiento macroniano al ego de Trump.

La maestría reciente de Emmanuel Macron no ha radicado solo en adular a Trump sino en haberlo hecho después de demostrar autoridad y fuerza frente al propio presidente de Estados Unidos. Antes del paseo amoroso por París, en el primer encuentro entre ambos, Macron desafió a Trump con dureza, ignorándolo ostensiblemente frente a Angela Merkel y dándole un apretón de manos rabioso, un “momento de la verdad” cuya única intención era, en palabras del propio Macrón, demostrar que no estaba dispuesto a tolerar ni un solo desplante que derivara en “diplomacia por abuso público”. Macron entendió, pues, que a Trump hay que enfrentarlo primero con superioridad y firmeza para ganarse el respeto de ese niño temeroso de la autoridad que creó el trato brutal de su padre, Fred Trump. Después de haber dado un golpe en la mesa, Macron procedió a pasear a Trump por París, para curar la herida narcisista.

Nada de esto le ha pasado por la cabeza a Enrique Peña Nieto ni a Luis Videgaray. Es una pena que así sea. Parte del ejercicio cotidiano de la diplomacia es aprender a explicar y aprovechar la psique de quien se sienta al otro lado de la mesa. Toda negociación diplomática comienza con establecer el verdadero tamaño de los antagonistas, un trabajo que requiere imaginación, sutileza y una buena dosis de astucia. Es evidente que Macron, experto y amante del teatro, aprendió bien la lección: ha dado una clase de cómo entender al personaje patético y peligroso que es Donald Trump. El fracaso de Enrique Peña Nieto y los suyos frente al mismo desafío sigue costándole caro a México, la imagen de México y los mexicanos en Estados Unidos. Y eso ya está en la historia.

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