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El triunfo y consolidación del presidente francés Emmanuel Macron dio pie a dos fenómenos reveladores en México. El primero era previsible y no ha sido, ni de lejos, exclusivo de México: la figura de Macron se ha vuelto aspiracional. El entusiasmo por la hipotética (e improbable) llegada de una figura política que al menos prometa cierta independencia con los vicios del sistema establecido es perfectamente comprensible en un país que tiene que lidiar con partidos que oscilan entre el descaro, la megalomanía y la incapacidad.
Si algo han dejado claro los últimos procesos electorales en México es que la clase política sigue interesada en lo que siempre ha estado interesada: su propia perpetuidad en el poder para garantizarse, de una u otra manera, todas las ventajas que implica ser parte del aparato político mexicano. Habrá quien diga que no todos los partidos son iguales y que hay que tener cuidado con la generalización. Algo hay de cierto: la habilidad del camaleón priísta para venderse como impoluto al mismo tiempo que se le descubren nuevas porquerías es incomparable. Pero las tropelías cínicas no se limitan al PRI. Ni de lejos. De una u otra forma, todos los partidos mexicanos tienen cola que pisarles y ninguno ha dado muestras de ofrecer ese camino hacia la reconciliación —hacia la cicatrización, incluso— que el país necesita. A los partidos políticos mexicanos les importa primero la política y al final los mexicanos. Y esa es una verdad que no se le escapa a nadie. De ahí que sea natural la añoranza por una figura que sea al menos diferente, fresca…esperanzadora.
El segundo fenómeno tras el arribo de Macron me ha sorprendido más. Una larga lista de colegas y amigos reaccionaron con sorna furibunda ante el anhelo del “Macron mexicano”. Advertí, a lo largo de las últimas semanas, varios de sus reparos. El primero es lo improbable que resulta encontrar en México a alguien exactamente como Macron: un hombre cultísimo, joven, con suficiente experiencia en el sector público y, además, una vida exitosa en el sector privado. Es un reproche curioso. Dudo que aquellos que hablen del Macron mexicano se refieran a una copia calca del presidente francés. Ahora: tampoco me parece tan improbable poder encontrar en México gente que reúna esas características que al autor del tuit —y sus retuiteadores— les parecieron tan ajenas a lo mexicano. En México hay, por ejemplo, empresarios jóvenes tan preparados y tan políglotas y tan capaces de citar a Moliére como el mítico Macron. Lo que no hay es voluntad y disposición (o valentía) para apostar por una vida de servicio público.
Alguien más se quejaba, desde esa tribuna de la izquierda que lanza dardos infalibles de 140 caracteres, de que lo de Macron no es en realidad independencia dado que a) fue parte del equipo del ex presidente Hollande y b) trabajo varios años como banquero de inversión. Ambas cosas son ciertas. La pregunta es si ambas actividades previas de verdad descalifican a un ciudadano que busca presentarse como una opción diferente a las escleróticas y corruptas estructuras políticas de un país. Habrá quien diga que sí, exigiendo un halo de pureza que incluya una trayectoria alejada de procesos políticos o ciertas profesiones etiquetadas indeseables. Es decir, para recibir el sello de aprobación de ese bienpensante comité que aparentemente otorga certificados de probidad, ese hipotético “Macron mexicano” tendría que ser una especie de Kaspar Hauser. A mí, en cambio, ninguna de las dos características me parece digna de una descalificación. En realidad, para como están las cosas, me parecería preferible alguien que llegue a la política después de haber asegurado su futuro financiero antes que alguien que llegue a la política frotándose las manitas, buscando ordeñar al país.
Pero más allá de la discusión un tanto estéril sobre la adaptación Macron-México, el debate interesante, a mi parecer, es el anhelo de encontrar una figura auténticamente diferente, que refresque el escenario político del país. Insisto: si algo ha quedado claro en los últimos meses es que los partidos políticos mexicanos y sus principales figuras son incapaces de inspirar simple y llana confianza, ya no digamos ilusión. Estamos empantanados entre solemnes, estridentes, corruptos, cínicos e incapaces. Peor todavía: muchos de nuestros políticos son figuras premodernas, incapaces de entender las necesidades, intereses y entusiasmos de la generación ascendente. El debate sobre el “Macron mexicano” exhibe una vez más la dolorosa necesidad de renovación de la clase política de México. Es un anhelo que surge del hartazgo y la indignación, sí, pero también de la esperanza, palabra que parece provocar reacciones alérgicas entre muchas voces públicas mexicanas, que prefieren refugiarse en ese pesimismo chic que decreta la penumbra en todas las áreas de la vida del país. Y eso, pienso, tampoco construye.