Érase una vez un político que aseguraba ser la solución personalísima de un sistema corrupto. Insistía en que solo su llegada al poder resolvería, de golpe, todos los atropellos del régimen. El político decía conocer a cabalidad los mecanismos del sistema: cada atajo, cada grieta. Por eso, explicaba, solo él podía arrancar de raíz los malos modos. Juraba estar listo para acabar con la corrupción a través de la curativa emanación de su ejemplo. No importaba, decía, hasta dónde llegaran los tentáculos del abuso: su llegada al poder, disruptiva por decreto, funcionaría como una suerte de purga inmediata, drenando el pantano de la impunidad.

Más allá de la promesa antiséptica de su carisma, a los planes del político le hacían falta detalles. Los problemas del país se resolverían con acuerdos y compromisos que partirían, de nuevo, de su inagotable poder de convencimiento antes que de un programa de gobierno pormenorizado. No importaban las cifras, el potencial real de la economía o el panorama geopolítico: en manos del político, todo terminaría por resolverse. Los corruptos dejarían de serlo, los pobres tendrían trabajo, los criminales no tendrían ya incentivos para delinquir: el país sería grande de nuevo. Y es que el político era un nostálgico. Para beneplácito de sus simpatizantes —también nostálgicos— prometió rescatar industrias improductivas y dar marcha atrás a reformas y tratados promulgados por gobiernos anteriores, impuros de origen. El político ofrecía, pues, un gobierno por pensamiento mágico.

Cuando algunos de sus colaboradores cercanos resultaron sospechosos de conductas impropias, el político anunció que los escándalos no lo alcanzarían. Se dijo sorprendido, dijo desconocer las tropelías de los suyos y se anunció indignado. Acorralado, trató de cambiar el tema, virando los reflectores no hacia las revelaciones sino hacia los medios y periodistas que las habían revelado. Para el político no importaba el aparente crimen sino aquel que lo había evidenciado. Iracundo, se dijo víctima de una conspiración. Acusó a las fuerzas políticas de confabularse en su contra y señaló a los medios de comunicación como groseros partícipes del complot. Antes que responder a las acusaciones de corrupción que pendían sobre su círculo, el político advirtió que perseguiría a quien filtraba información y le declaró la guerra a los periodistas que insistían en publicar las pruebas.

Poco tardó el político en hacer costumbre de arremeter contra la prensa que no le era devota. Sin miramientos, arrojaba al costal de los corruptos a todo aquel que lo cuestionara. Una pregunta incómoda era suficiente para que el político etiquetara al periodista de mero propagandista, vendedor de mentiras, uno de los malos, de los irresponsables, de los cómplices del podrido sistema. Al poco tiempo, ya ungido predicador en jefe, optó por dar clases de ética informativa a todo aquel que lo enfadara. Con singular alegría, y no poca pedantería, recomendaba a los periodistas incómodos aprender de los que, a su juicio, ejercían el periodismo desde la auténtica independencia, virtud que solo el político podía conferir. En el esquema binario del político no había lugar para el disenso honesto: eran los buenos contra los malos, el pueblo contra los traidores.

Y es que así veía el mundo el político aquel: patriota único, él y solo él podía arreglar un país descompuesto, sólo él podía atender al necesitado pueblo, solo él podía devolverle al país su grandeza. Respetaba a las instituciones del país siempre y cuando le favorecieran. Cuando las encuestas anunciaban un posible descalabro, el político de inmediato anunciaba la comisión de un fraude. Así, solo su eventual triunfo podía ser legítimo; su derrota, producto indudable de la trampa. Ante el más mínimo revés, el político dejaba de lado cualquier decoro. Fue así que se lanzó contra los jueces, las autoridades electorales y otros políticos. La oposición institucional, así estuviera plenamente justificada en los hechos, era motivo inmediato de la más estridente descalificación. Un revés jurídico al proyecto del político equivalía, en su interpretación, a una traición al destino mismo de la patria.

Sí, querido lector: mera coincidencia.

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