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Confieso: soy un fanático de la ciencia ficción y no hay serie de películas que me emocione como las que tienen como gran protagonista al monstruo diseñado por el suizo H.R. Giger, el “xenomorfo” de la Alien de Ridley Scott y de cinco películas similares desde finales de los años setenta. La premisa de la cinta original de Scott es inolvidable: la exhausta tripulación de una nave especializada en minería se topa, de manera azarosa, con una violenta forma de vida extraterrestre, de origen desconocido y conducta brutal. El animal en cuestión, producto de las pesadillas biomecánicas de Giger, es quizá el villano más extraordinario de la historia del cine de horror.
Se han escrito tratados enteros para explicar por qué el xenomorfo (y el bicho que da paso a su gestación, el “facehugger”) resulta tan aterrador. Para mí, la clave está en la imaginación de Giger, un genio enloquecido que fue capaz de combinar el terror cósmico de Lovecraft con las criaturas contrahechas de Bacon. El Alien de Giger es, en efecto, cabalmente extraño, “alien”: el cráneo largo y fálico, la sangre de ácido, el resplandeciente color negro verdoso, las dos mandíbulas, las costillas cadavéricas y, sobre todo, la falta de ojos lo vuelven irreconocible para y desde la fisionomía humana. No solo eso: el ciclo reproductivo del monstruo violenta y contradice el nuestro. Después de todo, el organismo no se reproduce a través del vientre femenino sino dentro del cuerpo del hombre, al que penetra oralmente para preñarlo y luego provocar un violentísimo nacimiento. Así, el monstruo de Alien es todo menos humano. Giger y Ridley Scott diseñaron nuestro otro perfecto. Nada más pavoroso.
De ahí mis reservas sobre Alien: Covenant, la película más reciente de la saga, que comete la herejía de tratar de explicar la génesis del animal de Giger. La premisa es simple (deténgase el lector si no la ha visto): en la nueva cinta, el origen del xenomorfo resulta ser no el vacío enigmático del espacio sino la vanidad y desenfreno creativo de un científico loco, una suerte de Doctor Frankenstein del siglo veintidós, llamado “David”, un androide creado por el hombre. En otras palabras, en un giro narrativo sorprendente, Ridley Scott borra el fascinante misterio original para dar un viraje y anclar al monstruo en lo humano. El “alien”, pues, no resulta ya tan “alien”.
Vi la película el viernes pasado. En efecto, Scott otorga la autoría del monstruo (y de otras aberraciones) al androide David. Al principio, me pareció un acto de torpeza narrativa. Insisto: ¿por qué asignarle al monstruo ajeno por antonomasia un origen tan eminentemente humano? ¿No hubiera sido mejor dejarlo permanecer en la bruma del misterio, el mal que surge de la nada, la pesadilla perfecta? Me tomó un par de horas darme cuenta del verdadero camino de la provocación de Scott, un cineasta fascinado con la idea de la creación, el peso del mito religioso, pero también, como en la inmejorable Blade Runner, con la amenaza de la inteligencia artificial.
En la progresión del universo de Scott, los ingenieros de Prometheus —una raza extraterrestre superior, inspirada en la teoría de los astronautas milenarios de Erich Von Daniken— juegan el papel de creadores de lo humano. El hombre, llegado su turno, asume también el papel de creador, dando vida a androides como “David”, cima de la inteligencia artificial, con sus virtudes y peligros. Cada creación, sin embargo, encarna la peor versión de su creador, al que terminará por decepcionar en una idea que está en la Biblia, en Milton y hasta en Nietzsche. Es natural, entonces, que David, la inteligencia artificial, produzca el siguiente paso evolutivo: un organismo que es la depuración del lado más oscuro de lo humano: inteligencia al servicio de la agresión frenética. El monstruo de Alien: Covenant no es la aparición fortuita del enemigo extraño sino la representación definitiva del gran depredador que es el ser humano. “Un organismo perfecto”, como lo llama Ash, el androide de la cinta original de 1979. “Libre de conciencia, remordimientos o moral”. En el fondo, el monstruo somos nosotros y nuestras creaciones. El horror, resulta, no está tan lejos.