El año pasado escribí aquí una columna sugiriendo la creación de una comisión independiente que organizara los debates presidenciales del año que viene. Era un texto preventivo. Me preocupaba la calidad de los encuentros que definirán la elección del 2018, quizá la más importante de la historia moderna de México, al menos desde la alternancia en el 2000. Parece que me quedé corto. El debate entre los candidatos a la gubernatura del Estado de México fue un verdadero desastre, cómico si no fuera trágico.
Tomaría el espacio que no tengo enumerar todas las fallas, despropósitos y absurdos del encuentro de la semana pasada. Baste decir que aquello no fue un debate. El desfile de discursos memorizados no es un debate (el colmo de colmos fue la candidata independiente Teresa Castell, que decidió que era una buena idea leer [¡!] sus participaciones). Tampoco es un debate si las réplicas a las acusaciones directas se postergan siete minutos porque hay que respetar el orden de dichos discursos memorizados. El momento en que Josefina Vázquez Mota cuestionó directamente a Delfina Gómez solo para que el moderador diera la palabra a otro candidato que ni siquiera había sido mencionado haría las delicias de un buen programa de sátira política (me pregunto, por ejemplo, qué hubiera pasado si alguno de los participantes acusara a otro de haber, digamos, matado a una persona. ¿Javier Solórzano se habría visto obligado a dar la palabra a un tercero, no aludido?). Tampoco es un debate si el moderador se ve reducido a un crupier de la palabra. La culpa, claro, no es de Solórzano, un periodista de larga y respetable trayectoria que habría hecho un mucho mejor trabajo si los encargados de elaborar el formato le hubieran permitido hacer de periodista, no de mero repartidor del turno al micrófono. Si el moderador no tiene la capacidad de nutrir la calidad del intercambio, de asegurarse de la pronta respuesta a las alusiones o al menos, carajo, de preguntar (¿hay algo más elemental en un debate?) entonces el moderador no es moderador y el debate no es debate. Sumo solo otro asunto, quizá más polémico. Tampoco es un debate, o al menos no es el debate que debería ser, si en el escenario están candidatos sin posibilidad alguna de competir en la elección en turno. Si en el 2018 tenemos debatiendo a ocho personas, cuatro o cinco de las cuales no tendrán realmente ninguna posibilidad de ganar la elección (será el sereno, pero las encuestas son las encuestas), entonces estaremos restando tiempo a la confrontación de ideas entre quienes de verdad podrían ocupar la presidencia del país en un periodo absolutamente crucial.
Todo esto para repetir —y habrá que hacerlo hasta el cansancio— que no hay pendiente más inaplazable para el fortalecimiento de nuestra cultura democrática que la institución, de una vez por todas, de debates de altura. En aquella columna del año pasado proponía yo la fundación de una comisión independiente que organizara los debates presidenciales más allá de la influencia tóxica de los partidos, que se encargan de imponer formatos como el patético ejercicio que vimos hace unos días. Dicha comisión podría establecer dinámicas probadas y contratar moderadores a los que permitirles la libertad suficiente como para de verdad presionar a los candidatos a responder lo que tienen que responder en el momento en el que deben responderlo.
A final de cuentas se trata de poner a prueba a quien pretende gobernar un país, no de apapacharlo y cuidarlo. Los políticos mexicanos dan por sentada una relación de absoluta comodidad con al menos parte de nuestro gremio periodístico. En las entrevistas impera mucho más el “señor diputado, qué gusto saludarlo”, que el cuestionamiento respetuoso pero severo, la distancia elemental entre quien pregunta y quien responde. Esa dinámica no puede extenderse a nuestra cultura de debate político-electoral. La muestra de qué tan poco acostumbrada está nuestra clase política a esa suerte de complicidad tácita es la reacción de Josefina Vázquez Mota a las preguntas —buenas, punzantes, periodísticas— de Carlos Loret en el debate que Loret organizó entre los propios candidatos al Estado de México hace unas semanas. Cuando Loret pregunta a Vázquez Mota sobre la investigación de la PGR por lavado de dinero, la candidata comienza a responder y luego dice, con cierto hartazgo “Carlos, no pensé que tú también ibas a ser parte de este debate”. Loret de inmediato revira correctamente: “tengo derecho a preguntar como periodista, ¡faltaba más!” En efecto: ¡faltaba más! Por eso, exactamente, es que se necesita una cultura de debate. El 2018 es la oportunidad de oro. De nosotros depende que no se repita nunca un fiasco como ese debate que no fue debate de la semana pasada.