La presidencia de Donald Trump se acerca rápidamente a los famosos cien días deambulando entre la mediocridad, la ineficiencia y la impopularidad. Más allá de los personalísimos decretos ejecutivos que ha firmado, Trump no puede presumir de logro alguno. La vergonzosa derrota legislativa de su proyecto para reemplazar la reforma de salud de Barack Obama lo ha debilitado de manera considerable. Varias de sus otras promesas disruptivas han perdido ímpetu, como la supuesta renegociación radical del TLCAN, que ahora se ha vuelto, parece, un simple ajuste de algunos términos del acuerdo. Quizá en lo único en lo que la fallida presidencia de Trump ha resultado un siniestro éxito es en complicarle la vida a la comunidad inmigrante, que sigue inmersa en el temor y la parálisis. A estos tres meses de gobierno infructuoso se suma ahora la amenaza real de que la investigación que conduzca el Comité de Inteligencia del Senado (mucho más independiente que su penosa contraparte en la Cámara de Representantes) derive en el descubrimiento de nexos entre la campaña del propio Trump y el gobierno ruso durante la campaña del año pasado. No es casualidad, pues, que el hombre apenas alcance un 40% de aprobación, históricamente bajo para un presidente en este momento de su mandato.

Aun así, dar por muerto a Trump sería un error garrafal. Primero, porque el tiempo está de su lado. Aunque la joven presidencia de Trump todavía se antoje como una anomalía pasajera, lo cierto es que el paso de los meses probablemente le dará a Trump y su gobierno un semblante de normalidad o, al menos, de estabilidad. Si logra librar la indagatoria sobre sus vínculos con Rusia, el espectro de la caída presidencial desaparecerá para dar paso a la conclusión de que Trump no se irá a ningún lado, al menos no antes del 2020. Si además logra repuntar antes de la elección legislativa del año que viene, en la que los demócratas tendrán muchos más escaños en riesgo que los republicanos, su control del poder podría afianzarse.

El otro factor que hay que tomar en cuenta es el capricho de la historia. Algo imprevisto podría ocurrir para fortalecer a Trump. El peor escenario sería un atentado terrorista en Estados Unidos. ¿Qué pasaría entonces? Hay un precedente, atemorizante, en la presidencia de George W. Bush. Para finales de agosto del 2001, Bush había cumplido siete meses en el poder y su popularidad decrecía claramente. En la última medición de Gallup antes de los ataques del 9-11, apenas rebasaba el 50% de aprobación. La mayoría de los expertos suponían que Bush sería, como su padre, un presidente de un solo periodo. Los atentados lo cambiaron todo. De un día para otro, Bush trepó hasta un impresionante 86% de aprobación. Esa popularidad, producto enteramente del terror, le duró años: Bush no volvió a tocar el 50% de aprobación sino hasta noviembre del 2003. El impulso le sirvió incluso para ganar la reelección en el 2004. En términos prácticos, gracias al terrorismo, George W. Bush pasó de ser un presidente mediocre, menor y potencialmente pasajero a convertirse en la figura central del principio del siglo XXI en Estados Unidos.

¿Ocurriría lo mismo con Trump? Es probable. Los antagonistas de Trump lo aborrecen, pero no más de cómo la mitad de Estados Unidos repudiaba en su momento a George W. Bush (vale la pena recordar que, como Trump, Bush perdió el voto popular). Y aunque muchos de esos detractores no confiarían en Trump bajo ninguna circunstancia, no es imposible imaginar que una cantidad considerable cerraría filas junto al presidente en caso de un ataque similar al ocurrido hace casi dieciséis años. ¿Y qué pasaría si Trump de pronto se encontrará con índices de aprobación parecidos a los de Bush después del 9-11? Aquí también vale la pena mirar atrás. El terrorismo del 2001 consolidó en el poder a los halcones neo-conservadores. Figuras hasta entonces marginales en el partido republicano como Richard Perle, Paul Wolfowitz y hasta el propio vicepresidente Cheney se hicieron cargo de la política exterior estadounidense. Bush, que hasta entonces tenía planes de concentrarse en países como México, se convirtió en el gorila belicista que hoy recuerda la historia. Un ataque terrorista de gran magnitud en el Estados Unidos del 2017 justificaría, a los ojos de Donald Trump y de muchos de sus simpatizantes, la retórica nativista que lo llevó a la Casa Blanca. Trump encontraría la ansiada validación de su etno-nacionalismo aislacionista. Lo peor del caso, evidentemente, es que la resistencia que hasta ahora ha enfrentado se desvanecería. Una sociedad aterrada gobernada por un narcisista impulsivo que se siente reivindicado. Así de claro. Así de grave. Ojalá esta vez la historia no nos tenga reservada una sorpresa.

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