El miércoles pasado visité la ciudad de San José, California, para continuar la serie de charlas con inmigrantes que he hecho para Univision desde hace casi un lustro en un segmento llamado La Mesa. Instalamos cámaras y micrófonos en un pequeño centro comercial llamado La Placita Tropicana, repleto de zapaterías, comerciantes de vestidos de quinceañera, una tienda de deportes saturada de playeras futboleras y una botica especializada en yerbas, velas y jabones. Esperábamos encontrar candidatos suficientes para entrevistar, como ocurre cuando llevamos la mesa de Univision a esquinas elegidas al azar en Los Ángeles. Ocurrió lo contrario: el lugar estaba semivacío. Preocupados, los locatarios nos contaron que la gente ha dejado de visitar La Placita por miedo a que aparezca la autoridad migratoria. Prácticamente todos los negocios han registrado pérdidas. El único que dijo no haber resentido el bajón fue, previsiblemente, un zacatecano encargado de un sitio de envío de dinero a México. “Como la gente tiene miedo prefiere quedarse en su casa,” me dijo una mujer, aburrida, con los codos sobre las vitrinas de su joyería. Todos coincidieron en que, de seguir así, les resultaría complicado mantener abiertos sus pequeños negocios.

El fenómeno que vi en San José es síntoma de algo más grande. Como ya he explicado en este espacio antes, el ala más radical del Partido Republicano tiene como estrategia central no la deportación de millones, asunto oneroso y complicado, sino el establecimiento de un clima de miedo e intolerancia que haga la vida crecientemente difícil a los indocumentados para, en teoría, empujarlos hacia la llamada “autodeportación”, el regreso voluntario a sus países de origen, escapando de la hostilidad estadounidense. La estrategia está funcionando. Si bien no hay noticia todavía de retornos en números considerables, parte de la comunidad hispana se ha dejado vencer por el miedo, retirándose poco a poco de la vida activa. Las iglesias de California, por ejemplo, han reportado un descenso en el número de fieles que asisten a misa. Muchas escuelas lamentan un reiterado ausentismo. Como en San José, negocios a lo largo y ancho del estado sufren disminuciones en la clientela habitual. En pláticas informales, distintos profesionistas, desde abogados hasta vendedores de autos, dan cuenta de un declive peligroso en ventas. Incluso existen indicios de que ha disminuido el número de hispanos que declaran impuestos, temerosos de que el gobierno use sus datos para perseguirlos. La gente, pues, parece enconcharse, prefiriendo la inmovilidad al desafío.

Se trata, por supuesto, de una actitud entendible, mucho más si al análisis se suma, primero, el descrédito de los medios de comunicación y, segundo, esa máquina de rumores que es el conjunto de redes sociales. Los medios de comunicación en español enfrentan (enfrentamos) el reto mayúsculo de recuperar la confianza plena de la audiencia, desafío que crece en complejidad gracias al papel de las redes sociales que, al menos en estos primeros cien días de Trump, han sido contraproducentes, esparciendo rumores como pólvora. Las redes transforman, por ejemplo, detenciones (lamentables, claro, pero no inéditas) de indocumentados con historial delictivo en supuestas redadas indiscriminadas. El resultado es una suerte de histeria colectiva que poco a poco sumerge a la comunidad hispana en la paranoia más triste: al ceder a la parálisis, los hispanos poco a poco anulan su presencia social, su potencial desvanecido.

Aunque todo esto es comprensible, no deja de ser lamentable. Ante la campaña de terror que ha puesto en práctica Trump, la reacción ideal sería más bien algo similar a lo que hemos visto en Londres tras el atentado de la semana pasada. Viene a la mente, por ejemplo, la receta de la primera ministra británica, Theresa May, quien sugirió responder al terrorismo con lo que llamó “un millón de actos de normalidad”. Ese ha sido el camino que han seguido otros sitios asediados por el terrorismo en el pasado, desde Israel hasta Francia o la propia Nueva York. El terrorismo gana cuando consigue alterar de manera definitiva el modo de vida de un grupo social. No es fácil, pero la comunidad hispana en Estados Unidos —mayormente mexicana— poco a poco debe animarse a salir de las sombras a las que ha decidido regresar, comprensiblemente, ante la amenaza de un gobierno enemigo. Abandonar la vida normal es regalarle el triunfo a Trump y a todos aquellos que usan el miedo como herramienta intimidatoria. Y eso es moralmente inadmisible.

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