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A solo dos semanas de tomar el poder, Donald Trump y radicales que lo rodean han logrado algo asombroso: a fuerza de acciones ejecutivas, nombramientos polémicos, declaraciones y peleas diversas, el nuevo presidente de Estados Unidos ha comenzado a cambiar no solo el proyecto de nación, sino la identidad misma de su país. No exagero. Hasta hace dos semanas, Estados Unidos apostaba, en menor o mayor medida, por la apertura y la diversidad. El país miraba hacia fuera, resistiendo la tentación de ensimismarse para protegerse de las supuestas amenazas del mundo exterior. Era, digamos, un país que se negaba a regirse por la brújula del miedo.
Hoy, las cosas son diferentes. Trump ha puesto en práctica un proyecto de gobierno nativista y proteccionista que da la espalda a las últimas décadas de expansión de la influencia estadounidense en el mundo para convertir al país en una suerte de isla fortificada. Para aliviar las ansiedades económicas de su base de votantes, Trump ha optado por cerrar las puertas de Estados Unidos lo mismo a los refugiados y los inmigrantes que al comercio mundial. En la interpretación trumpista, Estados Unidos ha dejado de ser la tierra de la estatua de la libertad para convertirse en una suerte de ogro malicioso.
Detrás de este viraje no está ninguna doctrina personal de Trump: el presidente de Estados Unidos podrá ser un gran vendedor de fantasías, pero es solo un cascarón intelectual que no sabe de sutilezas: la banalidad del caos personificada. El camino en la Casa Blanca lo marca la oscura visión de Steve Bannon, el asesor principal de Trump, una suerte de provocador perverso que se rige por una mezcla de populismo, aislacionismo y fanatismo etno-nacionalista. “Lo que Bannon pretende”, me dijo un preocupado analista político estadounidense hace unos días, “es ser el gran agente disruptivo del siglo XXI. Quiere poner de cabeza el orden mundial”. En este esquema, Trump —el hoyo negro emocional, el animal de rating— es solo un títere, el obediente catalizador de un tremendo golpe de timón en la identidad de un país al que, probablemente, ni siquiera entiende a cabalidad. Así de grave.
Pero la violenta irrupción de Trump, Bannon y el resto de su banda de reaccionarios no se dio de la nada. Necesitó, en cambio, de un caldo de cultivo muy peculiar cuyo ingrediente principal ha sido el miedo. Si se le mira con cuidado, el Estados Unidos de hoy es producto directo del 11 de septiembre del 2001. De pronto, pareciera que la onda expansiva de los ataques en Washington y Nueva York ha llegado finalmente a puerto para hundir, de manera dramática, a la sociedad estadounidense en el pantano del temor. En más de un sentido, el ascenso de Donald Trump y su discurso del miedo significa el triunfo, al menos temporal, de Osama Bin Laden.
La hipótesis gana fuerza si recordamos cuál era realmente la intención del líder de Al Qaeda con el 9/11. Después de los ataques, Bin Laden se vanagloriaba de haber comenzado a “desangrar” económicamente a Estados Unidos. El terrorista saudí señalaba, no sin razón, el inmenso costo de la guerra en Afganistán e Irak. Suponía que, sacudido por el terror, Washington seguiría comprometiéndose a una serie de excursiones militares que erosionarían la fortaleza económica de Estados Unidos. Pero la ambición de Bin Laden iba más allá. A final de cuentas, lo que realmente quería era alterar el modo de vida estadounidense. Bin Laden pensaba que, ante la amenaza del terrorismo, la sociedad estadounidense tarde o temprano le daría la espalda a su mejor versión, incluido el conjunto de libertades que, idealmente, caracteriza al país. ¿Qué mejor manera de vencer al enemigo que obligándolo a repudiar los valores más profundos de su identidad?
Con su desfile de arbitrariedades y agresiones, el Estados Unidos de Donald Trump se ha acercado peligrosamente a ese rechazo de sus valores fundacionales que anhelaba Al Qaeda hace más de quince años. ¿De qué otra manera interpretar los vetos de viaje, el portazo a los refugiados, el recelo del mundo, la vuelta de la tortura, la mentira y la propaganda como política de comunicación, la guerra contra la prensa y la libertad de expresión, la diplomacia de patio escolar? Desde algún sitio, Osama Bin Laden sonríe.