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Parte de la fiebre nativista que sufre Estados Unidos se explica no desde la mala fe (que la hay) sino desde la ignorancia. Durante la campaña por la presidencia, Donald Trump usó crímenes cometidos por un pequeño número de inmigrantes indocumentados para justificar la posible deportación de millones. La idea ha sido retomada por varios periodistas, que insisten en referirse a lo que han hecho algunos pocos para encontrarle sentido a la persecución de muchos. Un ejemplo es el conductor de la cadena Fox, Sean Hannity, quien ha reclamado últimamente, incluido en un debate ríspido y grosero con Jorge Ramos (que demostró una paciencia digna de Job), que las faltas cometidas por algunos indocumentados dan la razón a la estrategia punitiva de Trump.
Primero habría que insistirle a Hannity y colegas afines que se pongan a leer: varios estudios en los últimos años han demostrado hasta el hartazgo que los inmigrantes son menos proclives a cometer crímenes que aquellos nacidos en Estados Unidos. Punto. Hay análisis que demuestran, incluso, que las áreas con más inmigrantes en Nueva York, Chicago y otras ciudades registran índices de criminalidad menores que otras zonas.
También valdría la pena recomendarles un repaso de la historia antes de decidir si es justo culpar a la mayoría por los crímenes de una (pequeña) minoría. La respuesta está, curiosamente, en la familia del propio Sean Hannity y los más de 35 millones de estadounidenses descendientes de los cuatro y medio millones de irlandeses que emigraron escapando de la pobreza y el hambre que prevalecían en la Irlanda de la segunda mitad del siglo XIX.
El destino inicial de esos inmigrantes fue la ciudad de Nueva York. Ahí, a diferencia de lo que ocurre hoy con los hispanos en la propia Gran Manzana y otras ciudades de Estados Unidos, los irlandeses cometieron crímenes en números considerables. A mediados de la década de los 1850, el 55% de los arrestados en Nueva York eran de origen irlandés lo mismo que 56% de las personas enviadas a prisión en la misma época. A principios de la década siguiente, casi el 80% de la gente detenida en Nueva York por “conducta desordenada” era también de origen irlandés.
Aun así, como ocurre hoy con la comunidad hispana, la enorme mayoría de los inmigrantes irlandeses eran gente de bien, trabajadora y honesta. Entre esos millones de irlandeses se encontraban, sí, los abuelos de Sean Hannity, que llegaron a Estados Unidos en los primeros años del siglo XX. Habría que preguntarle a Hannity si sus abuelos, de los que escribe de manera conmovedora en su libro Let Freedom Ring, habrían merecido ser perseguidos como extensión del castigo para los crímenes cometidos por una minoría de inmigrantes irlandeses.
La respuesta, evidentemente, debe ser un rotundo “no”. Y no solo por elemental humanidad. Lo cierto es que, al menos en Estados Unidos, el papel de los inmigrantes en la economía es de una trascendencia definitiva. El extraordinario movimiento “Un día sin inmigrantes”, que creció gracias a las redes sociales y el ímpetu solidario que generan, fue apenas un atisbo de lo que podría ocurrir si ese tipo de protesta pasara de lo simbólico a lo cotidiano. Las cifras del peso de los inmigrantes en distintas industrias fundamentales para la economía de Estados Unidos hablan por sí solas. Los inmigrantes representan más de una quinta parte de la fuerza laboral estadounidense. 78% de los trabajadores del campo nacieron en un país distinto a Estados Unidos, lo mismo que 35% de quienes laboran en la construcción, 49% de los que se dedican a la limpieza, al menos 20% de los cocineros que trabajan en la industria restaurantera y de servicios y 47% de los taxistas o choferes. Si la industria láctea perdiera de un momento a otro a todos los inmigrantes que trabajan en ella, el precio de la leche en Estados Unidos sufriría un incremento de 61%. La lista de ejemplos es larga.
Es en este contexto que la retórica nativista resulta completamente irracional. Un Estados Unidos sin inmigrantes (con papeles o indocumentados) vería colapsar ramos empresariales tan distintos como el software o la industria cárnica. Lo que gente como Sean Hannity, Donald Trump y compañía debería entender es la necesidad imperiosa de otorgarle a esos millones un camino rumbo a la legalización. Estados Unidos necesita inmigrantes hoy, como los ha necesitado siempre. En tiempos de los abuelos de Hannity, el país ofrecía un camino franco rumbo a la naturalización. Hoy, el camino para emigrar legalmente a Estados Unidos es una tortura absurda, sobre todo para los poco calificados (“low-skilled”, como se les llama desde los estándares incoherentes del sistema migratorio). Un trabajador de campo, un maestro de obras, un cocinero o un experto jardinero no tienen manera de emigrar legalmente a Estados Unidos, por más que el país requiera su presencia para funcionar. Esa es la gran contradicción —y la gran injusticia— del sistema migratorio estadounidense. Los hispanos del siglo XXI merecen las mismas oportunidades que los irlandeses del siglo XIX, aunque sus descendientes prefieran no aceptarlo.