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A menos de que le ocurra una suerte de epifanía moral, Donald Trump arrancará estos días su proyecto de persecución de migrantes indocumentados en Estados Unidos. Los expertos sugieren que tratará de acelerar la deportación de los indocumentados con historial delictivo, además de buscar la implementación de medidas punitivas, como redadas en centros de trabajo. Es también probable que avance en la construcción del muro fronterizo, golpe propagandístico de rédito inmediato. No hay político cuestionado que resista la tentación de construir algún elefante blanco para remediar su impopularidad, mucho más si el proyecto en cuestión es bien visto por la mayoría (79% de los votantes que favorecieron a Trump aprueban la edificación del muro en la frontera con México). No es imposible que el presidente de Estados Unidos también trate de explicar cómo piensa obligar a México a cubrir el costo del famoso muro, ya sean tarifas a importaciones, impuestos a remesas o alguna otra medida similar. Serán días aciagos.
Aun así, el peor escenario a corto plazo es la posibilidad de que Trump decida terminar con el programa DACA, que ha protegido de la amenaza de la deportación a cientos de miles de jóvenes indocumentados traídos a Estados Unidos siendo apenas niños. DACA, que parte de una acción ejecutiva promovida por Barack Obama, les ha dado a 750 mil personas capacidad de movimiento, empleo y educación, permitiéndoles construir pequeños negocios, comprar un auto o una casa, cumplir anhelos académicos, hacerse de una vida con auténticos atisbos de normalidad. Si lo elimina, Trump obligaría a todos a olvidar la libertad y volver a las sombras. La gran mayoría de los jóvenes conocidos como “DREAMers” son estadounidenses en todos sentidos, salvo la tenencia de la documentación apropiada. Como dijera el expresidente Obama, se trata de American kids, chicos estadounidense cuyo único país no es el de sus padres o sus abuelos sino Estados Unidos. Esta, y no otra, es la patria donde han crecido, han estudiado, se han enamorado y han hallado y nutrido una vocación. Sería un desarraigo moralmente injustificable y un acto de crueldad asombrosa, incluso para Trump.
¿Hay manera de defender a estos jóvenes y a millones más del atropello que viene? En este, como en otros temas, el responsable de embridar al caballo desbocado de la Casa Blanca debería ser el Partido Republicano. A nadie, incluso a los republicanos más radicales, se le debe escapar que Trump perdió el voto popular y que las tendencias demográficas no favorecen al partido, incluso a mediano plazo. Comenzar una campaña de persecución de las minorías podría desembocar, en su momento, en la reducción del partido, como ya ha sucedido, por ejemplo, en California. Aun así, es poco probable que los republicanos intenten moderar a su presidente, al menos no en asuntos como la migración. Trump ha leído su triunfo como un mandato y se ha asumido como la voz del pueblo: no hay razón pragmática, por ahora, para llevarle la contraria a un populista exitoso.
¿Qué recurso queda entonces? El único camino es exhibir el costo social de las medidas trumpistas. Las enormes marchas del fin de semana, que congregaron a al menos tres millones de personas, son un primer paso de gran elocuencia. Pero hay, quizá, algo más importante. Los medios de comunicación necesitan contar las historias de los afectados por Trump. Si cumple con su palabra, Trump destruirá la vida de cientos de miles de personas cuyas historias son no solo conmovedoras sino persuasivas. Pongo un ejemplo: a lo largo de los últimos años he entrevistado a decenas de “DREAMers”, muchachos cuya valentía y liderazgo desafían cualquier descripción. Pienso, por ejemplo, en Antonio Alarcón, un veracruzano que vive en Queens y quiere ser al mismo tiempo director de cine y experto en política pública. Sus padres se regresaron hace tiempo a México, pero él decidió permanecer para estudiar y alcanzar sus ilusiones. Cuando hace poco le pregunté qué haría si Trump elimina el programa de protección DACA, me contestó que piensa poner su propia empresa y seguir luchando. Su elocuencia lo ha llevado ya a las páginas de varios diarios, revistas y hasta a aparecer en un documental. Imaginemos qué pasaría si los medios contaran la historia de los Antonios de Estados Unidos (me consta que hay muchos, con la misma simpatía y resiliencia). Robarle el futuro a un muchacho como Antonio merece ser expuesto como un atropello moral. Las audiencias estadounidenses angloparlantes —ya no tanto los hispanos, que conocen a fondo estos temas— merecen conocer estas historias. Tal vez el nuevo embajador mexicano podría encabezar ese proceso de cabildeo pendiente con los grandes medios de comunicación estadounidenses. Quizá alguno de nuestros ilustres cineastas decide echarse al hombro la responsabilidad de narrar esas vidas en inglés para el gran público de Estados Unidos. Si no ayudamos a contar esas historias y a elevar el costo social de la mano dura trumpista, habremos dejado a la intemperie a millones de paisanos que trabajan con honestidad absoluta para construir vidas de provecho. Su dolor también será nuestra responsabilidad.