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En junio de 1790, Thomas Jefferson, James Madison y Alexander Hamilton, tres de los padres fundadores de Estados Unidos, se reunieron a cenar en Nueva York para solucionar un par de aprietos urgentes para su joven país. Hamilton buscaba convencer a sus antagonistas de aliviar el costo de la guerra de independencia, permitiéndole al gobierno federal asumir deudas estatales. A cambio de su apoyo, Jefferson y Madison sugirieron a Hamilton que respaldara la idea de colocar de manera definitiva la capital de la nación a orillas de río Potomac, lugar propicio para ambos hombres, provenientes de Virginia. A pesar de tener enormes diferencias, el trío alcanzó un acuerdo. Hamilton dio un paso crucial en la consolidación de su esquema financiero y Jefferson y Madison establecieron los cimientos de la capital política de Estados Unidos, ciudad que llamarían Washington, en honor al primer presidente del país.
Aquel compromiso inédito tuvo, además, una consecuencia virtuosa, evidencia de la visión política de la notable generación de hombres y mujeres que moldearon la primera versión de Estados Unidos. Al arraigar los tres poderes de la unión en una ciudad distinta a Nueva York, los fundadores estadounidenses establecieron de origen una sana y clara distancia entre la política y el poder financiero del país. Los 370 kilómetros entre el dinero de Wall Street y la Casa Blanca o el Capitolio no eran (ni son) cosa menor, ni mucho menos una casualidad. La decisión de dividir las sedes del poder entre la gran cuna financiera neoyorquina y el asiento de gobierno en el Potomac garantizó una cierta inmunidad para el ejercicio de la política frente al magnetismo corruptor del dinero.
Por supuesto, es ingenuo suponer que la famosa distancia implicó un alejamiento absoluto entre políticos y millonarios, asociación tristemente inevitable. Pero una cosa es la simbiosis y otra el descaro. En el mes y medio que ha transcurrido desde que ganó la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump ha puesto de cabeza la separación original entre el poder financiero y el poder político en Estados Unidos. El gabinete de Trump no es tanto una reunión de políticos capaces sino una suerte de fondo de inversión de alto riesgo. Las cifras son abrumadoras. La revista en línea Quartz concluyó hace unos días que las 17 personas elegidas hasta ahora por Trump para conformar su gabinete acumulan mayor riqueza que la que suman 40 millones de hogares estadounidenses. El equipo de Trump “vale” hoy por hoy la friolera de nueve mil y medio millones de dólares.
El problema no es necesariamente la presencia de figuras de la iniciativa privada en un equipo de gobierno. Uno puede imaginar, por ejemplo, a empresarios exitosos pensando en el bien común sin la tentación de favorecer sus agendas personales o sus intereses empresariales previos (Michael Bloomberg puso el buen ejemplo en Nueva York y Howard Schultz, el brillante CEO de Starbucks, podría hacer lo propio en los próximos años al buscar un cargo de elección popular). Por desgracia, el equipo de Trump es un ejemplo de lo contrario. Trump ha elegido multimillonarios sin ninguna experiencia de servicio que, en algunos casos, han dedicado años y recursos a tratar de incidir y modificar radicalmente la política pública de las áreas que ahora tendrán la oportunidad de conducir a rienda suelta. Pienso, por ejemplo, en Betsy De Vos, la posible secretaria de Educación, activista vehemente (y, por momentos, demente) en favor de la privatización educativa. Imagine el lector por un momento que alguno de los empresarios que repetidamente han tratado de moldear a su conveniencia, por ejemplo, la política energética o de telecomunicaciones en México recibieran de manos del presidente el control abierto y explícito de Pemex o la SCT. Insisto: una cosa es la simbiosis o hasta los arreglos malsanos y otra muy diferente es el descaro. Eso está ocurriendo ahora en Estados Unidos.
Se trata, sobra decirlo, de un experimento radical de consecuencias imprevisibles. Hay que aceptar, claro, que no es imposible que los millonarios de Trump dejen de lado la agenda que han defendido desde esa vanidad peculiarísima que da la riqueza obscena y se dediquen a proteger los intereses del pueblo al que hipotéticamente servirán en el Washington de Trump. No es imposible, pero es improbable. Los padres fundadores estadounidenses, obsesionados como estaban con establecer límites ineludibles al exceso de poder en todas sus formas, lo sabían con toda claridad: no hay nada que corrompa y se corrompa como el dinero. En un mes exacto, los millonarios de Trump tomarán el poder, poniendo en tela de juicio 225 años de historia. Desde algún sitio, Hamilton, Jefferson y Madison los miran desconsolados.