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La estrategia punitiva de deportación de Donald Trump ha alarmado a la opinión pública mexicana. La cancillería ha respondido con una serie de medidas concentradas en la red consular, que podría enfrentar un reto para el que quizá no esté preparada. En Estados Unidos, gobiernos locales y organizaciones que defienden los derechos de los inmigrantes están en pie de guerra. Unas horas después de la elección hablé, por ejemplo, con el senador de California, Kevin de León, una de las estrellas futuras del Partido Demócrata. “Estamos listos para encabezar la resistencia”, me dijo. Ojalá lo estén: si el peor escenario ocurre, la comunidad indocumentada necesitará de todo el apoyo disponible.
Aun así, a mí a entender, hay un equívoco en la lectura reciente de los planes de Trump. La gran mayoría de las voces se ha concentrado en el proyecto de deportación masiva. Imaginan lo que ocurrirá en Estados Unidos si el gobierno federal decide dar nuevo impulso a medidas persecutorias como las redadas a centros de trabajo. Es una preocupación justificada, por supuesto: la maquinaria de deportación puesta en marcha por Barack Obama sobre todo en su primer periodo de gobierno fue capaz de echar del país a cientos de miles de personas por año, con Trump, el número podría crecer si llega a contar con el respaldo presupuestal del Congreso republicano y si el nuevo presidente reajusta las prioridades de ICE (la autoridad encargada del tema) enfocadas hoy mayormente en indocumentados criminales gracias a una serie de lineamientos conocidos como los “memoranda Morton”, en referencia a John Morton, antiguo director de la propia ICE.
Pero el propósito de la estrategia de Donald Trump puede no necesariamente ser solo el principio de una nueva etapa de deportaciones en masa. Hay, me temo, un objetivo secundario, una meta escondida que podría tener un impacto mayor en el futuro inmediato de la gran comunidad hispana, indocumentada o legal. Se trata del odioso concepto de la “auto-deportación”: hacer la vida tan difícil a los inmigrantes para que, perseguidos y amenazados, no encuentren otra salida más que volver a sus países de origen. La “auto-deportación” ha estado en el centro de la estrategia migratoria de la derecha republicana desde hace tiempo. Hace cuatro años, Mitt Romney la promovió como una solución eficaz. Lo mismo han hecho otras voces más radicales, como Kris Kobach, ideólogo máximo de la estrategia punitiva republicana y parte del equipo de Trump en la materia. “La auto-deportación no le cuesta nada a los contribuyentes. Sería un triunfo”, explicaba Kobach hace algunos años. Mark Krikorian, otro de los crueles simpatizantes de la “auto-deportación”, la ha descrito así: “la idea es encontrar puntos para ahorcar (la vida cotidiana de los indocumentados). No se trata de arrestarlos sino de hacerles la vida lo más complicada posible hasta que no puedan tener normalidad aquí”.
Esa es la verdadera intención de Donald Trump y sus secuaces en materia migratoria: más el éxodo masivo (a ningún costo al contribuyente) que la onerosa deportación.
De ser así, el desafío para el gobierno mexicano (y para la iniciativa privada, que no podrá lavarse las manos) sería no solo mayúsculo sino absolutamente inédito. Lo primero que hay que entender es que el regreso de incluso una fracción de la enorme comunidad mexicana que ha echado raíces en Estados Unidos implicaría un galimatías no solo económico-laboral sino social e incluso cultural. Pensemos, por ejemplo, en los cientos de miles de jóvenes conocidos como DREAMers, o “soñadores”: muchachos que emigraron en la infancia de la mano de sus padres y no conocen otra realidad —otro país— que no sea Estados Unidos. Son estadounidenses bajo cualquier definición, salvo la legal. Para ellos, México es un recuerdo y a veces ni eso, solo una suerte de tierra mítica de la que hablan los padres y los abuelos. Hoy, gracias a un programa llamado DACA —una acción ejecutiva de Barack Obama— 740 mil de estos jóvenes están protegidos de la deportación y pueden trabajar con normalidad. Pero Donald Trump ha amenazado con retirarles ese amparo, obligándolos a regresar al limbo legal y a las sombras que dejaron hace años. Trump piensa, en suma, quitarles todo para empujarlos a la auto-deportación.
Imaginemos por un momento qué tipo de vida les esperaría a estos jóvenes en México. Evidentemente existen casos de “soñadores” que han vuelto a vivir a México y han logrado rehacer sus vidas. Pero no es, ni de lejos, un escenario deseable. Todos los “soñadores” que he entrevistado presumen de una identidad bicultural pero reconocen a Estados Unidos como su casa, el lugar donde han hecho una vida, donde han recibido educación, donde han tejido amistades y encontrado el amor. Es su hogar. Para la mayoría, tener que volver a México implicaría una reinserción dolorosa. Sería lindo pensar que las comunidades mexicanas reciben a los que se fueron con los brazos abiertos, oportunidades de trabajo y sin resentimientos. La realidad, me temo, es la opuesta. Es difícil imaginar cómo esta suerte de contra-diáspora producto del posible gran éxodo hispano podría terminar en una asimilación exitosa. Estamos, nada menos y nada más, que ante la coyuntura que podría marcar la historia de la región en el siglo XXI. La responsabilidad de todos es enorme.