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Hasta hace unos cuantos días, Hillary Clinton parecía dirigirse a un triunfo relativamente cómodo. Su clara ventaja en las encuestas nacionales y en varios estados clave sugerían una victoria similar al margen de la elección de 2012, en la que Barack Obama superó tranquilamente a Mitt Romney. Además, la narrativa de las últimas semanas de la elección parecía estar definida. Dado que durante octubre la agenda noticiosa estuvo dominada por la aparición de la cadena de historias de misoginia y abuso de Donald Trump, es probable que Clinton y sus asesores contaran con que las vergüenzas de su rival siguieran acaparando reflectores hasta el 8 de noviembre. No tomaron en cuenta, evidentemente, el carácter impredecible de esta endemoniada elección presidencial, una caja de sorpresas interminable.
La inoportuna noticia de la apertura de una línea de investigación en el escándalo de correos electrónicos de Clinton y su círculo justifica buena parte del discurso conspiratorio de Donald Trump y, crucialmente, le regala al candidato republicano la última palabra en la narrativa de la campaña. ¿En qué pensarán millones de electores antes de votar el 8 de noviembre? ¿Cuál será la última noticia que recordarán sobre la campaña? Hasta hace una semana, la respuesta más probable era la misoginia de Trump. Hoy, gracias a James Comey, director del FBI, esa última variable quizá será la sospecha de que Hillary Clinton no es confiable. Es, en suma, un mal escenario.
Aun así, al día de hoy, Clinton sigue siendo amplia favorita. Donald Trump tendría que ganar cinco o seis estados en los que el promedio de encuestas no le favorecen además de revertir una desventaja de al menos cuatro puntos en sondeos nacionales. Este resultado es tan improbable que la historia estadounidense no registra una voltereta similar. Pero cuidado: eso no implica que dicha debacle sin precedente no pueda ocurrir. Por desgracia, el triunfo de Donald Trump es todavía enteramente posible.
Más allá del cambio en la narrativa de la campaña cortesía de Comey, dos factores podrían inclinar la balanza a favor de Trump.
El primero es el voto oculto. Las encuestas podrían no estar reflejando el verdadero alcance de Trump. La hipótesis sugiere que hay un número considerable de electores —sobre todo blancos con educación universitaria— que se resisten a aceptar (y compartir) su intención de votar por Trump. La buena noticia es que no hay evidencia contundente que demuestre la existencia de esa supuesta mayoría silenciosa. Varios estudios recientes han sugerido que la diferencia entre la intención de sufragio que los electores revelan a los encuestadores y su decisión final de voto es demasiado pequeña como para incidir en la elección. Pero eso no es consuelo. Lo cierto es que, si estos “votantes tímidos” o avergonzados realmente existen y se presentan a votar en números suficientes, Trump podría dar la sorpresa en un puñado de estados fundamentales.
El segundo factor peligroso para Clinton es, en mi opinión, mucho más probable que la teoría del voto oculto de Trump. Se trata, además, de un problema que ya ha afectado procesos electorales supuestamente predecibles de 2016, como el Brexit o el plebiscito colombiano: el famoso turnout, o concurrencia de votantes. Para ganar, Hillary Clinton necesita de la participación entusiasta de la base del partido demócrata, las minorías afroamericana e hispana y el voto femenino. Otras voces incluso sugieren que, si los jóvenes no acuden a las urnas, la elección estadounidense podría repetir la fractura generacional que llevó al triunfo del Brexit en Gran Bretaña.
La campaña de Clinton enfrenta dos retos complicados. El primero es el llamado “déficit de entusiasmo” frente a Trump. Los altos negativos de Clinton (que es solo ligeramente menos impopular que su rival) podría reducir la participación de votantes en ciertos estados que Clinton no puede darse el lujo de perder. Es en ese sentido que la revelación reciente sobre los correos electrónicos puede tener consecuencias graves. El otro reto es una paradoja: un número importante de simpatizantes de Clinton podría no ir a votar en el entendido de que su candidata tiene asegurado el triunfo. En otras palabras: por increíble que parezca, la percepción de que la ventaja de Clinton es insuperable y la elección ya se acabó podría inclinar la balanza hacia Trump. Aunque millones de personas ya votaron (en Estados Unidos se permite hacerlo antes del día de la elección), esto no se acaba hasta que se acaba. Si los que apoyan a Clinton no se dan cuenta a tiempo, el 8 de noviembre podría tenernos reservada la más amarga de las sorpresas.