Cuando se escriba la historia de este enloquecido 2016 en Estados Unidos, una de las primeras preguntas a responder será el misterio de los motivos de Donald Trump para buscar la candidatura presidencial republicana. Hipótesis abundan. Algunos han sugerido que la campaña de Trump es una larga y sofisticada revancha narcisista, una respuesta a todos aquellos que, desde Barack Obama hasta periodistas neoyorquinos, se han burlado por años del potencial político de Trump. Otros más imaginan que Trump en realidad buscaba elevar su perfil público entre la base republicana para, por ejemplo, comenzar una futura cadena de cable que pudiera pelearle a Fox News el muy redituable mercado conservador. Hay quien piensa que las razones de Trump tienen un origen mucho más visceral. Un estratega demócrata me dijo hace poco que Trump montó el tinglado para acabar con las aspiraciones de Jeb Bush, a quien detesta por razones misteriosas. En cualquier caso, todas las teorías tienen un origen en común, fascinante de ser cierto: Donald Trump en realidad nunca ha querido ser presidente de Estados Unidos.

Por ahora es imposible saber si hay algo de cierto en todo esto. Hasta hace unos días, el asunto me parecía improbable: la navaja de Ockham sugiere que Trump, que a su peculiar manera ha luchado desde hace año y medio para llegar hasta donde está, quería la candidatura republicana y quiere ganar en noviembre. Ahora, confieso, no estoy tan seguro. Es posible que, en el fondo, Trump esté sutilmente —subconscientemente, incluso— operando para sabotear sus propias posibilidades de triunfo. No hay muchas otras maneras de explicar la desastrosa semana que ha protagonizado desde que perdiera el primer debate presidencial.

Desde el lunes pasado, Trump se ha dedicado a prolongar las secuelas de su derrota con Clinton. Ha sido un ataque de terquedad casi suicida que ignora la regla de oro del manejo de crisis: para eliminar una crisis, lo primero que hay que hacer es dejar de hablar de ella. En otras palabras: para salir del hoyo primero hay que soltar la pala. Trump ha hecho lo contrario. El ejemplo ideal es su reacción al caso de Alicia Machado, la reina de belleza a la que agredió por años con esa vulgaridad misógina tan suya. El momento en el que Hillary Clinton sacó a colación el caso de Machado queda ya para el recuerdo como una de las puyas más eficaces de la historia de los debates presidenciales. En dos minutos perfectos, Clinton consiguió exhibir a Trump como un misógino cruel. Trump respondió iracundo y confuso. El intercambio fue tan desfavorable para Trump que la primera misión del candidato debió ser reducir su importancia desde el momento en que terminó el debate. ¡Hizo lo opuesto! No solo subió el tono en entrevistas televisivas sino que tuiteó barbaridades, incluso invitando a sus seguidores a ver un supuesto video sexual de la venezolana. ¿El resultado? El “Machadogate” duró una larga, devastadora semana, cortesía, sobre todo, del propio Trump.

Es un error mayúsculo, tanto así que da para reconsiderar aquellas teorías de la conspiración que cuestionan las verdaderas intenciones de Trump. La razón es simple. Durante semanas, las encuestas en Estados Unidos han revelado que el demográfico más importante para Trump son las mujeres republicanas, especialmente las que viven en los suburbios, que lo ven con aprensión pero se resisten a votar por Clinton. En ciertos estados fundamentales, como Pensilvania, este grupo de votantes podría ser la diferencia en noviembre. No es una exageración decir que tienen las llaves de la Casa Blanca. El magistral anzuelo de Clinton durante el debate buscaba vulnerar de manera definitiva las posibilidades de Trump con ese grupo de mujeres indecisas. Al caer en la trampa y luego seguir cavando su propio agujero, Trump incurrió en un error estratégico absurdo para un candidato presidencial e incluso para un empresario de mediano éxito. Es, en efecto, casi sospechoso.

Los siguientes dos debates presidenciales nos dirán si Trump realmente pretende sabotear sus propias posibilidades de triunfo. Habrá que ver, por ejemplo, si saca a colación las infidelidades de Bill Clinton: no hay universo en el que sea redituable —sobre todo con el electorado femenino— echarle en cara una herida de ese calibre a una candidata como Hillary Clinton. Lo veremos el próximo domingo. Mientras tanto, por la pulsión psicológica que sea, agradezcamos el colapso del candidato republicano, al que Letras Libres ha bautizado, en su portada histórica de octubre, “fascista americano”.

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