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No hay peor error en la política que subestimar públicamente a un adversario. Basta recordar el ciclo electoral pasado en México. Antes de los debates presidenciales, Andrés Manuel López Obrador y Josefina Vázquez Mota se sumaron gozosos a esa suerte de campaña informal, que comenzó después de aquella vergonzosa plática de Enrique Peña Nieto en la Feria del Libro de Guadalajara donde el candidato del PRI dio la impresión de ser un ignorante absoluto. A tal grado creció la idea de que Peña Neto no era más que una marioneta política incapaz de hilar un par de oraciones coherentes que no faltó quien sugiriera que, desprovisto de guión o teleprompter, el priísta tendría un colapso nervioso durante los debates presidenciales. El problema con aquella manía de hacer menos a Peña Nieto fue que la chacota tuvo una consecuencia inesperada: las expectativas para el desempeño del candidato del PRI durante los debates se redujeron tanto que el fenómeno resultó un salvavidas inmejorable. Tanto insistieron sus rivales en que Peña se tropezaría con su falta de ideas y su sintaxis de párvulo, que su desempeño mínimamente digno durante el debate terminó por fortalecerlo.
Algo parecido ocurrió en Estados Unidos durante la elección del 2000 entre el republicano George W. Bush y Al Gore, candidato demócrata. Gore, vicepresidente en funciones con Bill Clinton, tenía una bien ganada fama de intelectual. De mente curiosa y ágil, Gore también era conocido, desde su época de estudiante, como un maestro en el arte del debate. Así lo había demostrado varias veces, incluido un famoso encuentro en CNN sobre el TLCAN con el conservador Ross Perot (búsquelo en YouTube, lector, vale la pena). Las expectativas creadas por Gore, pues, no podían haber sido más altas. El caso de Bush era el opuesto. Parecido a lo que se diría en México de Peña Nieto en 2012, Bush tenía fama de simplón e inculto. Los expertos sugerían que Gore, con su pedigrí retórico, destrozaría al tejano Bush, incapaz de construir oraciones congruentes. Ocurrió exactamente lo contrario. Gore se notó exasperado y pedante mientras que Bush, aprovechando las bajísimas expectativas, sorprendió a medio mundo con un desempeño más que aceptable, por momentos hasta simpático.
El riesgo de las bajas expectativas es el principal reto que enfrenta Hillary Clinton en las semanas previas a la crucial serie de debates presidenciales en Estados Unidos. El ambiente alrededor de Donald Trump es peligrosamente similar al de Bush y Peña Nieto. Los programas cómicos se burlan de él. Algunos lo acusan de hablar (si acaso) al nivel de un niño de primaria y algunos más de sufrir de una incultura y falta de curiosidad intelectual irreparables. Hace poco, Tim Kaine, candidato vicepresidencial demócrata, calificó ciertas declaraciones de Trump como dignas “de un idiota”. La mera idea de imaginar a Trump en un debate uno a uno con Hillary Clinton genera un morbo similar al de los ejemplos ya mencionados. “Va a ser el mayor espectáculo político televisivo de la historia”, me dijo un amigo demócrata la semana pasada. No es el único partidario de Clinton que ya se frota las manos, esperando lo que imaginan será la debacle definitiva del republicano bocón.
El problema serán, de nuevo, las bajas expectativas. Si Trump logra controlar su vocación visceral y demuestra alguna elocuencia o —peor todavía— un conocimiento aunque sea somero de los temas a tratar, Clinton podría tener frente a sí un auténtico lío. El asunto podría complicarse si Clinton cae en uno de los vicios más lamentables de Gore durante, sobre todo, el primer debate contra Bush: la condescendencia. En aquel fatídico debate, Gore no paró de suspirar y hacer muecas burlonas durante el turno de Bush. El electorado lo leyó como un profesor universitario pretencioso, no como un erudito respetable. Si Clinton —que de por sí acarrea muchas más antipatías que Gore— se comporta de manera parecida, el resultado puede ser un desastre.
Clinton y su gente harían bien en aprovechar las semanas que restan para el debate con el fin de modificar las bajísimas expectativas que han fomentado alrededor de Trump. A menos de que a la candidata demócrata le apetezca el mismo destino que tuvieron los rivales de George Bush y Enrique Peña Nieto, esos supuestos tontos que terminaron gobernando, por años y años, sus respectivos países.