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Se ha puesto de moda decir que Donald Trump no tiene posibilidad alguna de ganar la elección del 8 de noviembre. La culpa la tiene el propio candidato, que no ha parado de cometer errores absurdos o soltar disparates. El apetito de poder no sólo se manifiesta en la energía y disposición del político sino también en su orden y rigor en campaña. Un candidato sin disciplina estratégica está destinado al fracaso, y mucho más en una época como la nuestra, donde cada tropiezo o inconsistencia recibe exposición infinita en los medios. Durante la elección primaria, Trump logró mantener una notable disciplina de mensaje. Jamás perdió de vista a su público objetivo: los votantes blancos conservadores (y otros no tanto) que se sentían desplazados por los inmigrantes, abandonados por la economía estadounidense, alarmados por el viraje cultural de un país cada vez más progresista y diverso y traicionados por las supuestas promesas del libre mercado. Trump le habló a esa gente día y noche y eso le valió la candidatura. Más allá de sus feroces prejuicios, lo que logró fue un prodigio de instinto político.
Para desgracia del Partido Republicano, Trump parece haber extraviado el olfato que lo llevó al éxito. Como un vendedor pueblerino que de pronto se encuentra trabajando en una ciudad enorme y compleja, Trump no ha sabido leer las necesidades del nuevo mercado. Sigue pensando que lo que funcionó en las elecciones primarias republicanas le servirá con el electorado estadounidense en general. Ha preferido seguir siendo un charlatán nativista cuando lo que la elección requiere es un político sofisticado y astuto capaz de apelar a un público amplio. No sólo eso: a su estridencia, Trump ha sumado auténticos dislates que quizá pasarían desapercibidos entre la base republicana, pero que resultan repelentes para votantes más sensatos. El resultado ha sido una candidatura de nicho cuando la elección requiere lo contrario. El Trump estridente le resulta antipático a muchos y simpático a muy pocos, y esos pocos no son suficientes como para llevarlo a la Casa Blanca. Por eso es probable que pierda.
Pero no está muerto. La salida de Paul Manafort, su polémico director de campaña, parecía augurar una mayor radicalización de su estrategia de campaña, sobre todo tras la llegada del duro Steve Bannon. Y sin embargo, los primeros días después del cambio en la estructura de la campaña comenzaron con un gesto inesperado: Trump se ha moderado. Aunque el mensaje nativista y aislacionista sigue ahí (y no variará), el tono de Trump es otro. Para empezar dio el inédito paso de ofrecer disculpas por haber dicho “las cosas equivocadas o usado las palabras equivocadas” en los meses anteriores. “Me arrepiento, sobre todo si he ofendido a alguien”, dijo Trump.
El sorprendente acto de contrición no puede ser interpretado como una casualidad. Trump no estaba improvisando; leyó las disculpas de un discurso preparado y programado en un teleprompter. Pidió perdón como parte de un cálculo. ¿Cómo entenderlo? Si concluimos que nada hay de casual en las disculpas ofrecidas, lo natural sería suponer que Trump ha finalmente optado por bajarle el volumen a su destemplado personaje y, así, intentar atraer a los votantes que se le resisten.
La pregunta es si el viraje llega demasiado tarde. Cuando faltan diez semanas para el 8 de noviembre, Hillary Clinton tiene ventaja en absolutamente todos los estados cruciales de la elección. Los sitios especializados en análisis de encuestas y otras variables le otorgan poco más del 85% de probabilidades de vencer a Trump. Es una ventaja enorme, pero no imposible de remontar. Clinton es más vulnerable de lo que parece. Acarrea enormes negativos y genera tremenda desconfianza entre muchos votantes, que la perciben como representante de un sistema corrupto e inútil. Lo cierto es que, con un mejor candidato, los republicanos probablemente habrían ganado la elección con cierta facilidad. Por eso, si Trump consigue embridar sus peores pasiones y logra moderar el tono para presentarse con algo más de serenidad frente al electorado, las cosas podrían cambiar. Es muy improbable, pero podrían cambiar. La gran prueba, por supuesto, serán los debates, donde Trump tendrá que mostrar templanza y conocimiento además de ser implacable con Clinton (pero nunca despectivo ni poco caballeroso). Se antoja como una labor titánica para un hombre aparentemente incapaz de la contención emocional. Pero Trump no está muerto todavía. Muchas cosas pueden cambiar en dos meses y fracción.