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Desde hace casi veinte años, cuando comencé a asistir a las convenciones de los partidos políticos en Estados Unidos, he traído de vuelta a casa souvenirs diversos. Lo más sencillo y tradicional son los famosos “pins”. Los antiguos, por ejemplo, se venden en cantidades notables, vestigios de una era distinta, en la que la propaganda política no pasaba ni siquiera por la televisión, ya no digamos por el Twitter. Estas últimas dos semanas, en Cleveland y Filadelfia, compré varios, guardados ya para el recuerdo. Pero también traje algo más. En el último día en la Convención Republicana me encontré con un changarro del Partido Republicano que vendía las famosas gorras de Donald Trump. Pagué diez dólares y la eché a la maleta. La compré no solo porque es parte de la historia sino porque es, me parece, un símbolo perfecto de la elección presidencial en Estados Unidos. La gorra, en ese rojo belicoso típico del Partido Republicano, recuerda otro tiempo. Parece sacada de una fotografía de algún club de golf de los setentas. Tiene una pequeña cuerda roja entre la visera y el cuerpo de la gorra, como las que usaba la tripulación del crucero del amor. En el frente, bordada, va la frase insignia de Trump: “Make America Great Again”. Es, lo confieso, uno de los objetos más ridículos que he visto en mi vida.
Pero vayamos más allá. La gorra grotesca de Trump también es el prototipo perfecto del mensaje del trumpismo. La gorra aprovecha, por ejemplo, la aspiración de ser “exitoso”. No es una gorra de beisbol ni casual; pretende, en cambio, ser “elegante”, de club campestre, de marina y yates. Es la gorra que, en la parodia, usaría un supuesto empresario triunfador como Trump. Pero la gorra también vende la idea de que es posible volver a una suerte de homogeneidad racial y demográfica y rescatar una gloria económica muy específica: la de la época previa al libre comercio, la fuga de empleos y la automatización de los procesos productivos. Esa es la supuesta grandeza de “América” a la que Trump promete devolver a Estados Unidos. Para lograrlo, el Partido Republicano de Trump ha adoptado un mensaje excluyente, pesimista, oscuro y concentrado en la promesa de un solo hombre. Es el partido de una nostalgia nutrida de temor e ira.
El Partido Demócrata es, hoy, todo lo contrario. Durante la reunión del partido en Filadelfia, los demócratas insistieron en un mensaje diametralmente opuesto al republicano. Ante la exclusión, inclusión. Para el pesimismo, optimismo. Ante la homogeneidad racial, diversidad. Frente a la presencia del líder único, el trabajo en equipo. La lista es larga. En una muestra de la polarización alarmante que prevalece en esta elección —y que se mantendrá sin importar el resultado, republicanos y demócratas coincidieron en muy pocos puntos. Uno de ellos fue el rechazo al libre comercio, debate en el que nuestro timorato gobierno debería participar con imaginación e inteligencia.
Así las cosas, republicanos y demócratas parecen apelar no solo a electorados distintos sino a países distintos. El partido de la gorra roja y el candidato estridente tiene poquísimo que ver con el de la oratoria conmovedora de Barack Obama. Lo responsable, sin embargo, es resistirse a la caricatura y ver más allá. Las posibilidades de éxito de Trump parten del voto de un grupo demográfico numeroso pero muy específico: los hombres blancos sin educación universitaria. Para ellos, el mensaje de pesimismo de Trump resulta un diagnóstico perfecto de un país que se les ha escapado. En Ohio, por ejemplo, hay condados que han perdido tantos empleos desde el 2000 que les tomará cientos de años recuperarlos. Algunos no lo lograrán jamás. Para ellos, el libre comercio y la fuga laboral a China o México es un asunto de vida o muerte. Las condiciones de pobreza en muchas zonas del sur de Estados Unidos recuerdan mucho más el mensaje apocalíptico de Trump que del optimismo de arcoíris de los demócratas. Para estos millones de estadounidenses, su país no solo ha perdido gloria: ha dejado de ofrecer la promesa de la movilidad social. Por eso, descartar a Trump y a su versión del Partido Republicano como una banda de lunáticos es el camino más fácil. Detrás de esa gorra roja absurda están los hilos de una tragedia.