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1. Conozco a una delegada de Texas en los pasillos de la Quicken Loans Arena de Cleveland. Transcurre el segundo día de la convención del Partido Republicano, que nominará a Donald Trump candidato a la presidencia de Estados Unidos. La mujer ve el micrófono de Univisión y se acerca a platicar. Quiere saber si hemos encontrado algún problema en Cleveland, si alguien nos ha marginado o maltratado. Le digo que no, que nadie ha interferido con nuestro trabajo y todos, organizadores y miembros del partido, han sido cordiales con nosotros. Me pide que transmita mi experiencia a mi audiencia. Dice tener la esperanza de que los hispanos finalmente comprendan que ni Trump ni el resto de los republicanos les tienen mala fe. Me pregunta si creo que Trump aún puede acercarse a los votantes latinos. Le digo que será muy difícil, sobre todo después de aquellas primeras y terribles palabras en las que acusó a los inmigrantes mexicanos de ser ladrones y violadores. “Pero la gente no entiende por qué dijo eso Trump”, apunta, molesta. Le pido que me comparta su hipótesis. “Hay una epidemia de violaciones en las universidades en Estados Unidos,” me dice. “Seguramente Trump escuchó eso y pensó que algunos de esos violadores son mexicanos”. Quiero explicarle que no hay ninguna evidencia que relacione ambos fenómenos (la migración indocumentada y las violaciones en las universidades), pero le importa poco. “Puede que sea injusto porque algunos podrían no ser mexicanos”, me dice. “Pero con tanta mezcla que hay, es difícil saber quién es mexicano y quién no”.
2. Estoy parado en la fila de un café en Cleveland. Es viernes, el día después de la conclusión de la convención republicana. Libre de saco y corbata, traigo puesta una playera con una leyenda: “I Am An Immigrant” (“Soy un inmigrante”). “¿De dónde es usted?”, me pregunta de pronto un hombre de bigote cano y camisa a cuadros. Le digo que soy mexicano pero vivo en Los Ángeles. Asiente y se va. Llego a la caja y el responsable se me queda mirando. Cobra el café y me dice: “Me gusta su playera pero creo que debería tener cuidado si piensa usarla aquí”. Le digo que la convención se terminó el día anterior y voy camino al aeropuerto. Se ve aliviado. Antes de irme con mi vaso de café, me llama de nuevo. “Le confieso que estoy muy avergonzado con lo que está pasando en este país”, me dice. “Pero de verdad cuídese con esa playera”.
3. En al avión de vuelta a Los Ángeles me siento junto a una delegada republicana de California. Es casi una caricatura: vestida toda de rojo y con un enorme broche con la bandera estadounidense en la solapa. Me confiesa que, a pesar de sufrir de aerofobia, está feliz de volver a Los Ángeles. Durante la convención se ha perdido el nacimiento de uno de sus nietos y la culpa no la ha dejado dormir. Inmediatamente comienza a contarme del resto de la familia. Dice estar particularmente orgullosa de los hijos de sus gemelos. Emocionada, me enseña algunas fotos. “Estos son hijos de mi nuera, que es cubano-americana”, me presume a dos niños de enormes ojos y sonrisas equivalentes. Luego encuentra otras dos imágenes, esta vez de una niña y un niño, aún más fotogénicos. “Son hijos de mi otra nuera. Sus padres nacieron en Jalisco y ella es mexico-americana”, me explica. La orgullosa abuela procede a contarme cómo muchas de sus amigas le han insistido que sus nietos, de tan bellos, deberían asistir a castings para comerciales o programas de televisión: “¡Es que la mezcla salió tan linda!” Me le quedo mirando y le pregunto si, a pesar de esto que me ha dicho, pretende votar por Donald Trump. “Claro”, me dice mientras apagaba su teléfono. “Es el hombre que necesitamos”.
Así las cosas en el Partido Republicano de Donald Trump, así las cosas en el Estados Unidos de hoy. En pleno 2016.