Después de tres años y cuatro meses de retraso, mis dos hijos pequeños recibieron finalmente la nacionalidad mexicana. La demora me avergüenza un poco. Aunque nuestra intención siempre fue registrarlos de inmediato como mexicanos, la vida se va como agua y en un parpadeo Alejandro y Santiago ya habían cumplido tres años de edad. A principios de abril decidimos terminar con la espera y obtuvimos una cita en el consulado de México en Los Ángeles. El jueves pasado, mis hijos mojaron sus pequeños pulgares en el cojín de tinta para luego rodar las huellas digitales en sendas flamantes actas de nacimiento. Luego recibieron su pasaporte y quisieron posar para una fotografía con la bandera mexicana (Alejandro estaba particularmente impresionado al ver de cerca al águila engullendo a la serpiente). Entraron siendo sólo estadounidenses y salieron perteneciendo oficialmente a la patria de sus abuelos, sus padres y su hermano mayor.

La emoción del momento me rebasó. Hay muchas cosas que ganan valor a la distancia. Una de ellas, sin duda, es la más esencial: la identidad nacional. Uno reflexiona poco sobre lo que significa ser mexicano cuando uno vive —y escucha, y saborea, y late— lo mexicano todos los días. Es como preguntar qué significa respirar cuando es un ritmo automático. La distancia, sin embargo, pone muchas cosas en perspectiva y la relevancia de la tierra original es una de ellas. Nunca he dado más valor a ser mexicano que ahora que vivo lejos de mi país. Tener en las manos el pasaporte color verde de mis hijos me reconfortó y me hizo sentir una alegría que no conocía.

Ahora, sin embargo, enfrento dos retos, uno más complicado que el anterior. Primero tengo (junto con mi esposa) que arreglármelas para mantener vivo México y lo mexicano en mis hijos. La distancia resta dificultad al desafío, claro está. Mis bisabuelos se olvidaron de Polonia porque Polonia estaba a un océano de distancia. Para nosotros, México está ahí, dichosamente cerca. Pero eso no implica que mantener presente la mexicanidad sea cosa fácil. Sabemos que debemos comenzar por el idioma. La capacidad bilingüe de mi hijo mayor (que tiene ocho años) me enorgullece, pero más me emociona cuando lo oigo recurrir al español para conversar, para entusiasmarse y hasta para maldecir. El idioma es un puente esencial con México. Sin él, mis hijos pequeños perderán la capacidad de gozar de lo mexicano, o cuando menos de gozarlo a plenitud. El siguiente paso es rescatar, cuento a cuento, la historia y la literatura de mi país. Desde el mundo prehispánico hasta la Revolución, no hay país más lírico que el nuestro. Lo mismo digo de nuestros héroes y nuestros villanos. Ayudan también la comida, la música y, sobre todo, los afectos. Y, aunque parezca trivial, ayuda el futbol: desde los dos años y medio, para mis hijos, el Chicharito es el ídolo y la verde es la verde. Esperemos que nos baste para afianzar su identidad.

El otro reto es más complejo. ¿Cómo explicarle México a mis hijos? ¿Cómo contarles de las heridas mexicanas? ¿Cómo reparar la mala fama de la violencia, la corrupción y el crimen, que llegará a sus oídos aunque uno quiera evitarlo? No estamos hablando de cualquier cosa. Debo confesar que siempre creí que, para el momento en que tuviera la bendición de ser padre, mi país estaría en otra cosa, pensando más en la consolidación de un proyecto venturoso antes que lidiando con balaceras, sangre y políticos que se resisten a la limpieza con la terquedad de las sanguijuelas. Nunca pensé que al principio de la infancia de mis hijos estaríamos lidiando con los estertores de una jauría de desvergonzados. Cuando me pregunten si otro México es posible, ¿qué les responderé?

Mi primer instinto es decir, con cierta osadía chovinista, que México es más grande que sus problemas. En muchos sentidos, claro está, esto es cierto. Es chocante nuestro narcisismo fatalista, ese que asegura que México nunca ha estado peor o cede a la exageración para el aplauso fácil (no, maestro Del Paso, México no va camino a un Estado totalitario). Por momentos, sin embargo, México no parece más fuerte que sus dificultades. No es fácil rescatar el optimismo de entre la violencia, la corrupción y el cinismo infinito de la clase política mexicana. A veces, en efecto, parece que en México no pasa nada salvo para los que lo tienen todo. Pero el desconsuelo coyuntural no puede ser pretexto para claudicar en el intento de construir un país para niños como mis dos flamantes mexicanos. Si algo le debo a mis hijos es hacer lo posible por el país que hace casi un siglo le dio la bienvenida a mis bisabuelos y hoy les otorga, con tierna solemnidad, una patria a mis hijos. Es una cuestión de amor.

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